|
De
que estaba en la proa me di cuenta
del
valle del abismo doloroso
que
de quejas acoge la tormenta.
Oscuro
y hondo era, y nebuloso,
tanto
que, aunque miraba a lo profundo,
nada
pude entrever en aquel foso.
Dante.
El Infierno.
|
Vapores venenosos invaden la escena en el teatro de la Colina Verde.
Son tan espesos y tan negros que impiden distinguir cualquier contorno,
cualquier forma, hasta que unos resplandores rojos nos fuerzan a
agudizar la mirada: parece una cueva... Es una cueva, inmensa, a
la que van a desembocar pasadizos, aún más oscuros, quizá más profundos,
que ella. De cada fulgor nace un ruido, un golpear de yunques, cada
vez más atronador, y se diría que es éste el que, creciendo, disipa
la oscura niebla del subsuelo. Por una galería lateral, aparecen
dos figuras, una nos es familiar: Alberich, el enano que renunció
al amor a cambio del poder es, ya, el Señor de los Nibelungos.
Los
enanos
Hemos visto (Los
abismos mágicos) que la de los enanos es una raza
mítica de la tradición del Gran Norte. Surgieron, en los comienzos
del mundo, de la descomposición del cadáver del gigante Ymir, y
esto les pone en relación directa con la muerte, lo que también
revelan los nombres de muchos de ellos: Dain (“Muerto”), Nár (“Cadáver”),
Eikinskyaldi (“traspasado por el cuerno”), como se puede leer en
la Edda Mayor y, especialmente, en la Völuspà, en
donde la Vidente hace una larga relación de ellos. Parecen ser,
pues, en el origen, los espíritus de los fallecidos que habitaban
en el interior de las montañas, bajo las piedras, en las profundidades
de la tierra; es decir, en todos los lugares que se consideran el
refugio de los muertos; y, ya que es la tierra la que acoge a estos
últimos, los enanos estarán estrechamente vinculados con ella: poseen
su sabiduría y son hábiles artesanos y herreros que trabajan en
su interior, extrayendo los metales que convertirán en objetos maravillosos.
Gracias a su pericia y a su magia: tanto el martillo de Thor, como
el collar de Freyia o la lanza de Odín, salieron de sus forjas subterráneas.
No
es pues de extrañar que, en la Tetralogía, también de sus forjas,
surjan el Anillo maldito y el Tarnhelm: el yelmo mágico forjado
por Mime, bajo el mandato de Alberich, por cuya posesión pelean
precisamente al inicio de la tercera escena del Oro del Rin.
Los
alfos
Pero
hay otra raza de seres sobrenaturales en la mitología nórdica que
se viene a confundir con la de los enanos: es la de los Alfos.
De nuevo en la Völuspà, lo que parece únicamente ser una
lista de nombres de enanos vuelve a resultarnos muy revelador cuando
vemos que les son atribuidos apelativos como Álf (“Alfo”), Vindalf
(“Alfo del viento”) o Gándalf (“Alfo de la varita mágica”, que les
resultará muy familiar a los aficionados a Tolkien).
Por
lo tanto, ya en la Edda Mayor empieza la confusión que solemos
echarle en cara a Snorri, aunque él va más allá de la etimología:
en el Gylfaginning de su Edda en prosa, identificará
directamente a los alfos negros, maléficos, con los enanos
que viven bajo la tierra, oponiéndolos a los alfos blancos
o alfos de luz que habitan en la región celeste del Alfheim;
lo que, de nuevo, indica que, según una tradición ancestral (de
la que apenas tenemos más referencia escrita que la etimológica,
pero que quedó reflejada en múltiples rituales funerarios), tanto
los alfos negros como los alfos blancos eran los dos aspectos: maléfico
y benéfico, material y etéreo, respectivamente, de los espíritus
de los muertos.
Tampoco
podemos olvidar que el culto de los muertos está unido al de la
fecundidad en las sociedades antiguas (para germinar, el grano antes
tiene que morir), y, ya hemos comentado (El
poder y la gloria), que los dioses obsequiaron a
Frey con el Alfheim cuando se le cayó un diente, y que Frey pertenecía
a la familia de los Vanes, dioses de la fertilidad y la riqueza,
antes de la primera guerra del mundo (Los
abismos místicos).
Los
elfos
|
Oberón
y Titania.
J. Noelpaton |
También
el que el Alfheim fuera propiedad de los dioses, los vincula estrechamente
con las luminosas y enigmáticas figuras de los alfos blancos, tanto
que se llegaron a confundir. Cuando el escritor danés Adam Oehlenschläger
escribe su poema Elvenkonge (el rey de los elfos) es al dios
Odín al que se está refiriendo (uno de sus múltiples apelativos
es el de Valfödhr “Padre de los Muertos”). Lo curioso es que, cuando
Herder traduce este poema al alemán, se confunde en la traducción
y presenta como Erlkönig (Rey de los Alisos) al que realmente
es Elfkönig (Rey de los Elfos), y como rey de los alisos
quedará en la famosa balada de Goethe, a la que Schubert pondrá
música ¡Quién nos iba a de decir que detrás del árbol negro de los
pantanos, en realidad, se escondía Wotan!
Pero
acabamos de introducir un nuevo término: elfo. Originariamente,
alfos y elfos son los mismos seres; sin embargo, por influencia
anglosajona, desde el comienzo de la Edad Media, surgieron las diferencias:
los prestigiosos y solemnes alfos se convirtieron en los despreocupados
elfos de las canciones populares: espíritus maliciosos, estrechamente
emparentados con las hadas, pero que siguieron conservando las dos
clases en las que les había dividido la mitología escandinava: elfos
de luz y elfos oscuros. El popular y, a la vez shakespeariano, Oberón
es un buen ejemplo de figura de elfo. Lo que puede resultar inquietante
es que muchos filólogos hacen derivar su nombre de la misma raíz
que la del enano germano Alberich...
Niflungos
y nibelungos
Ya
no nos puede extrañar que Alberich se autodenomine, en la Tetralogía,
alfo negro, de la misma manera que Wotan se llama alfo
blanco: estamos en plena tradición mítica.
|
Odín,
Loki y Andvari.
von Stassen |
Y también
siguiendo la tradición mítica, Wagner tomará el nombre de Alberich
(que significa “Alfo poderoso”) del fuerte y bravo enano que custodia
el tesoro de los Nibelungos en la canción de gesta alemana. Sin
embargo, que el título del Cantar de los Nibelungos no nos
engañe, los Nibelungos tienen un papel muy pequeño en el poema medieval;
incluso, este nombre no designa siempre a los mismos personajes.
En la primera parte, se refiere a unos valientes príncipes (Schilbungo
y Nibelungo), dueños de un fantástico tesoro, y a sus numerosos
guerreros, que fueron vencidos por el joven Sigfrido en un tiempo
anterior al que nos narra el poema. Cuando Alberico, vasallo de
estos príncipes y custodio de su tesoro, se dispone a vengarlos,
Sigfrido le vencerá, pasando a ser dueño del manto de invisibilidad
del enano (prefigurarión del Tarnhelm en Wagner) y del tesoro, aunque
permitirá que Alberico siga custodiándolo.
En
la segunda parte del Cantar, serán los guerreros burgundios,
herederos del tesoro (puesto que Krimilda, hermana de Gunter y viuda
de Sigfrido, es burgundia. Ya veremos más adelante qué poco tienen
que ver estos heroicos personajes con los gibichungos que nos presenta
Wagner en el Ocaso), los que serán llamados nibelungos.
Parece, pues, que es el tesoro el que da un mismo nombre a sus diferentes
poseedores.
Algo
muy parecido se presenta en la tradición escandinava. Si bien en
las Eddas el término que se emplea es el de Niflungos,
éstos también son los burgundios que heredan el tesoro maldito que
un día Loki arrebató al enano Andvari (el Alberich de las Eddas
y de la Völsunga Saga, como vimos en La
seducción y el oro). Sin embargo, los Niflungos son,
mitológicamente, los habitantes del Niflhel; es decir, la novena
morada, el infierno más profundo y tenebroso de la tradición del
Gran Norte, la tierra de la niebla, la tierra de los muertos: Hel,
la Oscura.
Realmente
la tercera escena del Oro del Rin se abre con una visión
infernal: el Nibelheim, el reino de la niebla que habita un pueblo
muerto, aplastado por la ambición, por el odio del alfo negro. Si
la literatura medieval intentó integrar en la Historia el mito de
los Nibelungos, quizá Wagner consiguió devolverle su sentido ancestral:
¿No se trata aquí de un engañoso tesoro que viene del reino de la
muerte y convierte en muertos a quienes lo conquistan?
Bibliografía
Cantar
de los Nibelungos. Cátedra. Letras Universales, Madrid. 1998.
Edda
Mayor; Madrid, Alianza Editorial, 2000.
Guelpa,
P.; Dieux et mythes nordiques. Presses Universitaires de
Septentrion. 1998.
Sturluson, S.; Edda Menor. Madrid, Alianza Editorial, 2000.
|