Número 276 - Zaragoza - Diciembre 2023
IN FERNEM LAND... 

DE LA REVOLUCIÓN POLÍTICA A LA REVOLUCIÓN POÉTICA EN LA TETRALOGÍA DE RICHARD WAGNER
El genio no advierte un caos sin que con él se proponga crear un mundo. Gérard de Nerval, Poemas alemanes.

 

           

Dresde y el Elba. Canaletto

            A las cuatro de la mañana, una bruma espesa hace casi invisibles las aguas del Elba por las que se desliza en silencio un barco donde el rey, la reina, su escolta y buena parte del gabinete ministerial salen furtivamente de Dresde. La nueva corre de boca en boca por toda la ciudad. Wagner llega a la alcaldía. Allí se alegra con la noticia de que, en Wurtemberg, las tropas se unieron al pueblo y proclamaron la Constitución. Ellos, los revolucionarios, también pueden convencer al ejército de Sajonia para rechazar juntos al invasor prusiano: ¡Ahora o nunca! ¡La libertad o la esclavitud! ¡Elegid! Por la noche, al volver a casa, el maestro de capilla sueña con un nuevo drama: se llamará Aquiles, el hombre libre que nada necesita de los dioses. Pero al día siguiente, regresaron los ministros de Federico Augusto II intentando imponer al gobierno provisional la total sumisión y un reconocimiento de culpabilidad. Retumbó el primer cañonazo en la ciudad vieja; salía de palacio. Para informar de los movimientos de tropas a los insurgentes, Wagner sube a la torre de la iglesia de la Cruz, la más alta de Dresde. Ante el fuego cruzado, demuestra tanto arrojo que otro combatiente se preocupa por su vida. ¡No temáis por mí! Responde, ¡Soy inmortal!

 

II. La revolución y el arte

El hombre del porvenir           

            La revolución debía derribar a los antiguos dioses, debía derrocar las viejas leyes para crear una sociedad en la que el hombre, dueño de sí mismo, fuera capaz de conquistar la mayor parte de felicidad posible al saber deshacerse del egoísmo y conformarse con la Necesidad, con la aceptación del destino mortal que le impone la Naturaleza, ajena a cualquier ley que no sea la que Erda proclama en El oro del Rin: ¡Todo lo que es... acaba! Este hombre nuevo, este hombre libre (porque liberado del miedo a la muerte y de la esclavitud que le encadena a la posesión) será, para Wagner, en abril de 1849 (El nuevo evangelio de la felicidad) lo único sagrado, no habrá nada más elevado que él. No es, por lo tanto, de extrañar que, a comienzos de este año, el maestro de Leipzig variara las palabras finales de Brünnhilde en su Muerte de Siegfried, haciendo recaer, por primera vez, sobre los dioses el peso de una culpa:

¡Vi una bienhechora expiación
para los augustos dioses
eternamente unidos en la santidad!
¡Alegraos por el héroe más libre!
¡Su novia, lo conduce
al saludo fraternal y divino!

Probablemente en el mismo mes de abril, Wagner vuelve a cambiar las últimas palabras de su obra anunciando ya el final de la raza divina, lo que coincide con la profesión de ateísmo que se desprendía de su artículo Revolución. Wotan, el dios antiguo, queda eclipsado ante la figura de Siegfried, el Hombre del porvenir:

Ahora, privada de poder, os deja
la que ha evitado la culpa.
Este héroe tan feliz
que nació de vuestro pecado
lo borra mediante la libertad de sus actos:
la lucha terrible por vuestro declinante poder
os ha sido evitada:
¡Marchitaos en la alegría
ante la acción del Hombre,
del Héroe que habéis engendrado!
Liberaos de las angustias del miedo, puesto que os anuncio
la felicidad y la redención por la muerte
S. Krushelnytska como Brünnhilde

            Pero aún tendremos que referirnos a unas cuantas versiones antes de que encontremos con el final definitivo del Anillo del Nibelungo. Apenas un mes antes de la revolución de Dresde, Siegfried redime a los dioses de su culpa y les otorga la felicidad liberándoles del miedo a la muerte; es decir, es el hombre, el hombre libre, el que salva a unos dioses pecadores, a unos dioses que han establecido e impuesto leyes contrarias a la Naturaleza, y les aporta la beatitud mediante la aceptación de la Necesidad. Vemos cómo este nuevo final está en perfecta armonía con lo que Wagner entiende, entonces, por Revolución y le llevará directamente a las barricadas en mayo de ese mismo año. Siente que está a punto de acabar ese viejo mundo, esa sociedad que obstaculiza el nacimiento del ser humano perfecto (a imagen y semejanza de Siegfried) y su propia labor creadora, porque ha enfrentado al hombre con la Naturaleza y al artista con la vida.

 

 

Un mundo por venir           

Revolución del 49 en Dresde

Hacia el mediodía del 5 de mayo de 1849, cinco mil soldados prusianos y sajones se enfrentaron a tres mil rebeldes mal armados y peor organizados. En dos ataques, las tropas contrarrevolucionarias se hicieron con la ciudad vieja que se batió con valentía. Los muertos y los heridos se contaron por centenares. En la mañana del 9 de mayo cesó la lucha. El de Dresde sólo fue un fracaso más; los viejos poderes no estaban preparados ni dispuestos al cambio. Ni siquiera en Francia en la que, ¡ironías de la Historia!, un presidente de la república, Luis Napoleón Bonaparte, elegido por el sufragio universal que consiguió la revolución del 48, instauraba el Segundo Imperio mediante un golpe de estado. Como para tantos otros, en toda Europa, para Wagner empezaba el exilio.

El maestro de capilla acababa de aprender que no había nacido para la acción política; pero, al contrario que otros artistas románticos (sería el caso de Hugo o Baudelaire), como consecuencia de este desengaño, no se encerró en sí mismo, no renunció a cambiar el mundo: continuó rebelándose contra la sociedad, sus leyes, su religión y su moral; sólo que, ahora, a través de sus obras y los escritos teóricos que las preparan.

Ludwig Feuerbach

Si antes del 49, en el pensamiento wagneriano, ya se podía rastrear la influencia de Feuerbach (aunque de manera vaga, pues se mantenía en el difuso cristianismo de su esbozo de drama filosófico y religioso: Jesús de Nazaret, en el que el personaje principal encarna la doctrina del amor), ahora empieza a hacerse evidente. Junto con el pensador que buscó en la naturaleza sensible la clave de la verdad universal, Wagner cree en una humanidad liberada y transfigurada gracias al amor; glorifica la vida, la naturaleza, la revolución, y al pueblo como único y verdadero creador (lo vemos en el boceto en prosa del drama romántico, Wieland el herrero, que redacta a comienzos de 1850); declara que Dios no es más que el hombre idealizado por la creencia popular y que la verdadera religión es la del culto a una humanidad, cuyo fin no es sino el hombre mismo y cuyas leyes son únicamente la Necesidad y el Amor. Pero antes de volver a cambiar las últimas palabras de Brünnhilde en su, aún, drama heroico: La muerte de Siegfried, conforme con estas ideas, Wagner desterrado de Alemania y, por lo tanto, privado del acceso a los teatros en los que se podían representar sus dramas, reemprendió sus reflexiones sobre el arte, ése cuya renovación siempre estuvo en la base de sus ideales políticos. Ése por el que seguiría en la lucha, aunque con otras armas.

El drama del porvenir

A El arte y la revolución (julio del 49), le seguirán, cronológica e ideológicamente: La obra de arte del porvenir (1849-1850) y Ópera y drama (1851). Wagner, como indica el profesor Lichtenberger (al que seguiremos en este apartado), necesita pararse a reflexionar para adquirir la plena conciencia del ideal hacia el que se dirigía y formular con precisión las leyes del drama musical. Lo hará en estas obras teóricas. De ellas se pueden desprender las siguientes conclusiones:

Cuatro musas danzando. A. Mantegna

Dando un repaso a la historia del arte, Wagner distingue la tendencia a la síntesis, que surge en las épocas en las que predomina el instinto altruista del amor, y la tendencia a la dispersión, que domina en los periodos regidos por el egoísmo. Pone como ejemplo de la primera tendencia el apogeo de la cultura griega en el que destaca la tragedia helénica como la harmonización perfecta de todas las artes: la poesía y la música la constituyen, la danza, la mímica y la escultura la presentan, finalmente la arquitectura junto con la pintura conforman el espacio donde se desarrolla. La crea un pueblo feliz y unido por el esfuerzo de una voluntad común que surge de esa necesidad instintiva y profunda que es la búsqueda de lo bello. Pero, al romperse la primitiva unión entre el hombre y la naturaleza, prevalecerá la segunda tendencia. Éste ya no la contemplará con los ojos del artista, ya no obedecerá a la ley de la necesidad por la que se rige su intuición y su instinto: empezará a analizarla, y su razón abstracta le llevará a afirmarse frente a ella, no con ella. En consecuencia, no la observará como la unidad de la que él mismo forma parte sino como una multitud de fragmentos aislados e inconexos. Así, el arte posterior a la cultura griega, en Europa, se convierte en ciencia o en estética, la religión en teología, el mito en crónica de la Historia, el Estado natural en Estado político (sustentado sobre contratos y  leyes…), mientras las artes se divorcian, aislándose hasta llegar a una degeneración en la que lo artificial invade y anula lo natural. Entonces, el artista se debate entre la impotencia y el agotamiento, ya que su arte, exclusivo y excluyente, nunca podrá dar la medida completa de lo que anhela expresar.

Beethoven

Todo esto no ofrece más que sufrimiento a la humanidad, pero en Wagner crece la esperanza de volver al auténtico arte, al arte sintético, gracias a la obra de quien fue, para él, el más grande los músicos: Beethoven. Éste intuyó que la sinfonía moderna partía de una pieza ritmada de baile que, ejecutada por instrumentos, terminaba llamando irremisiblemente al poema, a la palabra, para precisar, con ella, el sentido de la pura emoción que transmite la música. Con el ejemplo perfecto de su Novena, Beethoven abre, de nuevo, las puertas al arte sintético, al arte del porvenir, al drama integral en el que genios como el Shakespeare y el suyo se encontrarían para fundirse. Pero ¿cómo puede realizarse esa síntesis?

Desde luego, en contra de lo que se pudiera pensar, no a través de la ópera, ya sea italiana, francesa o alemana que, para el maestro de Leipzig, no es más que una mezcla (nunca una fusión)  en la que la música y la poesía (a veces la danza) intentan sobresalir, cada una por su lado. Esto no crea arte, fabrica espectáculo que, por el hecho mismo de su pura incongruencia, o por algún alarde estrictamente técnico, impresiona al espectador llegándole por los ojos o por los oídos, pero jamás puede crear en él la experiencia de la totalidad que se dirige directamente al corazón. Así, la ópera sólo sería el espectáculo del más completo egoísmo destinado a liberar de su infinito aburrimiento a una sociedad tan frívola y pretenciosa como ella, a épater le bourgeois! Sin embargo, grandes poetas (Lessing, Herder, Schiller, Goethe...) habían intuido que la música y la literatura se necesitan mutuamente, pero no habían hallado el camino que permitiera el encuentro. No era cuestión de unir unos versos con una melodía (es bien sabido que una misma música puede acompañar a poemas muy diferentes), sino de que tanto el músico como el poeta eligieran el mismo tema para tratarlo al unísono, pero cada uno con sus propios medios.

Wagner defiende la teoría de que la humanidad, en sus comienzos, expresaba los sentimientos y las ideas a través de una melodía primordial (Urmelodie) que, con el tiempo, se escindió en palabra, que transmitía conceptos, y música, que suscitaba emociones; así, esta última no podía enunciar una relación abstracta ni la primera dar cuenta de un estado de ánimo. Sin embargo, el objeto de todo poema es el de retratar el alma humana, con todo lo que la habita, y, mediante ese retrato, crear en el que la contempla el mismo estado. Pero cuanto más tiende la idea a convertirse en emoción más insuficiente resulta la palabra y más necesaria la música. El poeta-músico deberá, por lo tanto, centrar el tema de su obra en el sentimiento, la emoción y la pasión del hombre en estado puro, elemental y espontáneo, en ese Eterno Humano que jamás podrá encontrar en la crónica de la Historia, pero sí en el mito, que Wagner entiende como la historia profunda del hombre, aquélla que está libre de cualquier contingencia, que no está sometida a los cambios que marcan los tiempos y las modas, que se ha reducido a su pura esencia. El primer creador del mito es el pueblo y en él deberá buscarlo el dramaturgo para acabar la obra, siempre desde la más absoluta sencillez, reduciéndola a unas cuantas situaciones en las que aparezcan, con toda su profunda verdad, los distintos estados del alma humana. La palabra dará a la inteligencia los datos que necesita para seguir la intriga, la música transmitirá al espíritu la vida interior de los personajes. Sólo así, y siempre gracias al impulso del amor, nacerá esa síntesis perfecta del drama del porvenir, en el que todas las artes se unirán para crear obras en las que se pueda contemplar la totalidad de la naturaleza humana, y que puedan influir lo mismo sobre la razón que sobre la sensibilidad y la conciencia. Como durante el apogeo de la cultura helénica, pero no en un intento de imitarlo sino en una voluntad de crear algo absolutamente nuevo y superior a todo lo creado hasta entonces.

Sin embargo, en el mundo moderno, a los ojos de Wagner, aún dominaba el más profundo egoísmo, y el drama del porvenir sólo sería posible mediante el cambio de la sociedad entera. Habiendo fracasado la revolución de las barricadas, había que emprender, de la mano de Feuerbach, una nueva, la que hiciera volver la mirada de los hombres hacia la ley natural del Amor. Después de ordenar su pensamiento y establecer los puntos fundamentales de su teoría, en 1852, el antiguo maestro de capilla de Dresde, exiliado en Zurich, introduce dos nuevas estrofas en la inmolación de Brünnhilde:

¡Vosotros, a quienes fue otorgada
la perennidad de la vida floreciente,
escuchad bien
lo que ahora os anuncio!
Cuando hayáis visto al fuego ardiente
devorar a Siegfried y a Brünnhilde,
cuando las Hijas del Rin
hayan devuelto el anillo a los abismos,
entonces, en la noche, mirad hacia el norte:
¡Si el cielo se ilumina
con un resplandor sagrado,
sabed todos
que contempláis el fin del Walhall!

La raza de los dioses
pasó como un soplo,
dejo el mundo sin dueño.
El tesoro de mi ciencia más sagrada,
es ahora el que ofrezco al mundo:
no son los bienes, ni el oro,
ni los fastos divinos,
ni las casas, ni las posesiones,
ni la señorial magnificencia,
ni las engañosas ataduras
de oscuros pactos,
ni la dura ley
de una moral hipócrita:
bienaventurado,
en la alegría y en el dolor,
sea únicamente el Amor.

La música y la literatura. W. Bourguereau  

 

Bibliografía:

Gregor-Dellin, M.; Richard Wagner. Sa vie. Son oeuvre. Son Siècle. París, Fayard, 1981.
Lichtemberger, H.; Wagner. París, Alcan, 1909. Se puede consultar una traducción al castellano del capílo III de esta obra, titulado: “La teoría del drama musical” en:  http://www.archivowagner.net/12e.html
Nattiez, J.-J.; Tétralogies. Wagner, Boulez, Chéreau. Essai sur l'infidélité. París, Christian Bourgeois, 1983.
Sans, É.; "Des Wibelungen au Crépuscule des Dieux ou un quart de siècle de réflexion" en L'Avant-Scène Opéra, nº, 12-13 (Le Crépuscule des dieux), pp. 11-17.
Wagner, R.; Mi vida. Madrid. Turner música, 1989.
Wagner, R.; Escritos y confesiones. Barcelona, Labor, 1975