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Escandalo |
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Lean esto jejeje...www.elmundo.es/elmundo/2005/04/03/cultura/1112546303.html. |
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Pues esto no le va a la zaga. Leed, leed y procurad no reiros demasiado ... (sacado de la wed de mundoclásico.com) Múnich, 21.02.2005. Ópera del Estado de Baviera. Rigoletto, ópera con libreto de Francesco Maria Piave (según el drama Le Roi s’amuse, de Victor Hugo) y música de Giuseppe Verdi. Dirección escénica: Doris Dörrie. Escenografía y vestuario: Bernd Lepel. Director del coro: Andrés Máspero. Iluminación: Michael Bauer. Proyecciones: Tobias Heilmann. Coreografía: Beate Vollack. Solistas: Tito Beltrán (Duque de Mantua), Mark Delavan (Rigoletto), Diana Damrau (Gilda), Anatoli Kotscherga (Sparafucile), Elena Maximova (Maddalena), Hannah Esther Minutillo (Giovanna), Mikhail Petrenko (Monterone), Christian Rieger (Marullo), Kenneth Roberson (Borsa), Steven Humes (Ceprano), Aga Mikolaj (Condesa de Ceprano). Coro de la Ópera de Baviera. Orquesta del Estado de Baviera. Dirección musical: Zubin Mehta J.G. Messerschmidt Al fondo del escenario un cielo negro, con estrellas y gigantescas lunas y planetas en movimiento (¡impresionante!). De pronto una oscura plataforma y sobre ella un astronauta. Luego, el preludio ya ha acabado, una escalinata y escuadrón de monos de ambos sexos vestidos con trajes extravagentes y haciendo lo que se espera de ellos, monerías. Saltan, bailan, se rascan, copulan alegremente, muestran al público sus nalgas encarnadas, y, vaya, vaya, ¡también cantan! Uno de los más pequeñitos entona con entusiasmo aquello de "Questa o quella per me pari sono a quant’altre d’intorno mi vedo". ¡Y no lo hace nada, pero que nada mal! Qué micos tan melómanos. Por un momento tenemos la impresión de estar en un circo maravilloso, pero la mano de Zubin Mehta, zarandeando la batuta a un metro de nuestros ojos, rompe el hechizo y nos recuerda que esto es la Ópera de Múnich, que estamos en el estreno de una nueva producción de Rigoletto y que Doris Dörrie, la popular directora de cine alemana, ha situado la acción en El planeta de los simios al que han venido a parar también algunos personajes y restos de la tramoya extraterrestre de La guerra de las galaxias. El astronauta es ’Rigoletto’, el monito de voz deslumbrante es el ’Duque de Mantua’ (Tito Beltrán, irreconocible bajo una máscara de simio), y los demás son sus cortesanos. Aquel primate de allá, ¡en traje de torero!, es ’Ceprano’; ’Monterone’ es ese gigantesco orangután intergaláctico, de abdomen fláccido y rojizo que se balancea de un lado a otro; la condesa es aquella mona con la cabeza cubierta de canas y ése de la derecha es... ¿pero vale la pena seguir con la descripción? No, no sigo, esto es indescriptible. Al cabo de un ratito tanto primate empieza a aburrir. Menos mal que el astronauta ’Rigoletto’ se ha quedado solo en el escenario. Pero no por mucho tiempo. Ahora aparece un mono grandote, de pinta bastante inquietante. Es ’Sparafucile’. Este ’Rigoletto’ es un poco tontorrón, no se inmuta por nada, ni cuando se supone que debería hacerlo, y despacha a ’Sparafucile’ como si, en vez de ofrecerle sus servicios de sicario, estuviera queriendo venderle un seguro de automóvil (perdón, de cohete espacial). Ahora ’Rigoletto’ está de nuevo solo y canta: "O rabbia!... Esser diforme!... Esser buffone!" Pues uno no diría ni una cosa ni la otra; de todos los que han aparecido en escena hasta ahora, es el que está mejor formado, con ese traje de astronauta que le da aspecto de forzudo jugador de rugby. Y de buffone, la verdad, no es que tenga mucho. De nuevo rueda una plataforma por el escenario y, como por arte de magia, aparece ante nuestros ojos otra escalinata sobre la que hay grandes maquetas de teatros de ópera. Reconozco la Ópera de Sidney y la fachada de la mismísima Ópera de Baviera. A la izquierda hay una cápsula espacial, algo así como una cacerola postmoderna montada sobre unas antenas de radio portátil; a su lado, a la derecha, una tiendecita de campaña de color naranja. ’Rigoletto’ abre la cápsula espacial y saca de dentro a una señorita atada con una cadena y vestida como la heroina de La guerra de las galaxias (túnica como la de los druidas de Astérix y kilométrica cabellera rubia oxigenada). Esta chica es ’Gilda’, la hija del astronauta-bufón. Por ahí circula un robot con un casco parecido a esas caretas de tela metálica que llevan los apicultores en la cabeza. Es ’Giovanna’. La chica y el padre no se llevan demasiado bien, la pobre está harta de tanta cadena y de tanto encierro en la cápsula. ’Rigoletto’ se va y nos enteramos de que la chica ha conocido a un fulano en el templo (aquí uno se pregunta qué extraño culto religioso practicarán los micos siderales y sus bufones-astronautas) y se ha enamorado de él. Pero ya aparece por detrás de la maqueta de la Ópera de Baviera el monito cantor de la primera escena. Sin que la muchacha lo vea, se saca del bolsillo de la chaqueta unas pinzas de electricista y empieza a manipular con ellas en el motor de ’Giovanna’, con la evidente intención de desconectarla. Pero no lo consigue hasta que empieza a apretar los botones del teclado (parecido al de los cajeros automáticos y al de ciertas puertas ultraseguras) que ’Giovanna’ tiene en el vientre. Apagada la fiel servidora, la chica hace amago de resistirse, pero sólo amago... El monito le hace creer que estudia una carrera de letras ("studente sono... e povero..."), pero es mentira, como todos sabemos es un duque. A la chica le da igual que sea pobre (¡ahora entiendo por qué Doris Dörrie ha hecho de ’Gilda’ una extraterrestre llegada de otra galaxia!). En medio del idilio, ’Giovanna’ vuelve a encenderse espontáneamente (¿será que Rigoletto tiene un mando a distancia?) y anuncia que "rumor di passi è fuore". El monito escapa antes de que llegue el astronauta. Pero quienes están al acecho son los demás monos: Borsa, Ceprano (siempre embutido en un traje de torero de color rojo sangre), Marullo y todo el coro de simios. Como el lector bien sabe, engañan al pobre ’Rigoletto’ amparándose en la oscuridad y le raptan a ’Gilda’; en esta versión llevándose la tienda de campaña de color naranja en la que se ha escondido la muchacha (esto sí que es saber resolver un problema escénico). ¿Quieren que les cuente el segundo y el tercer acto? ¿Hace falta que les diga que a ’Rigoletto’ le sucede lo mismo que a Charlton Heston en El planeta de los simios, cuando los monos le echan una red encima para inmovilizarlo? ¿Hace falta que mencione las enormes iniciales SP que cuelgan por todas partes en el segundo acto y que no significan otra cosa que "Sir Peter", en homenaje (!!!) al intendente de este teatro, sir Peter Jonas, que es, por supuesto, quien contrató a la directora de escena? ¿Es necesario que describa el "bar de alterne" regentado por ’Sparafucile’? ¿Quieren detalles sobre la relación sadomasoquista de ’Maddalena’ y ’el Duque’? Me parece que no, la historia de Rigoletto ya la conocen, y las simiescas ocurrencias de Frau Dörrie pueden completarlas ustedes mismos con invenciones de su propio magín, sólo hace falta tener un poquitín de fantasía y haber visto dos o tres peliculitas de ciencia ficción. Y cuanto menos sepan de ópera, pues tanto mejor. Los efectos especiales y la iluminación, como no podía ser de otra manera en un espectáculo intergaláctico, son de primera. Al fondo del escenario no faltan en ningún momento monumentales proyecciones de astros de toda especie y tamaño (planetas, lunas, estrellas, constelaciones, galaxias, nebulosas...) errando por un cielo negro y amenazador. Es igual que estar en un planetario. Además de darnos una lección de astronomía, los escenógrafos nos deleitan con algunos de los decorados más suntuosos, complejos, caros y, a veces, feos que se han visto en esta casa desde hace bastantes temporadas. Desde luego, un brillante alarde de técnica teatral para acompañar el canto de los monos. Y por cierto, ustedes se preguntarán cómo cantan estos micos. Pues verán... Tito Beltrán, que sustituye a un Ramón Vargas repentinamente indispuesto a causa de una misteriosa "alergia" (sic) y que ha anulado todas sus actuaciones en esta producción hasta nuevo aviso, es un ’Duque de Mantua’ mucho más que satisfactorio. No puede decirse que su voz sea "bella", que su timbre resulte seductor. Pero sí que es un músico muy dotado, que sabe emplear sus medios y sacar de ellos el mejor partido; que conoce muy bien el papel que canta ,y que domina el estilo verdiano. En el primer acto comienza con una cierta reserva, que va abandonando poco a poco en el dúo con ’Gilda’, ganando cada vez más en seguridad y brillo. En el segundo acto alcanza en "Ella mi fu rapita" un nivel interpretativo verdaderamente alto. Los agudos brillantes, el fraseo, la apasionada expresión de los afectos, la acertadísima integración de texto y música y la dicción idiomática no dejan nada que desear. Tampoco la entrega, con la que incluso llega a superar los obstáculos colocados por la puesta en escena y hacer creíble su personaje, a pesar de la careta de mono y del horrible traje de lentejuelas. Quizás la ventaja sea que Tito Beltrán apenas tuvo tiempo para ensayar con Doris Dörrie, por lo que su actuación es mucho menos simiesca de lo que debería haber sido. El único problema serio es que la fogosidad que Tito Beltrán derrocha en los dos primeros actos lo deja algo exhausto, de modo que en "La donna è mobile" se ve obligado a forzar, el volumen y el empuje resultan un poco escasos, la voz sale algo opaca y el resultado es simplemente correcto. A lo largo de este acto, se notan en otras ocasiones síntomas de un cansancio del que el tenor, sin embargo, consigue salir airoso. Desde luego, el concepto escénico (por darle un nombre) no ayuda. Así, en el cuarteto, el ’Duque’ y ’Maddalena’ cantan en un balcón a varios metros por encima de ’Rigoletto’ y ’Gilda’, lo que daña irreparablemente el equilibrio de voces en este número. Marc Delavan es un barítono, de voz lírica, profunda, dulce, con timbre muy agradable y suficiente volumen. Tiene un fraseo acariciador, dúctil, tierno, buena emisión y fiato; y administra prudentemente sus recursos vocales. Lo que no tiene es el color italiano que requeriría el papel de ’Rigoletto’, pero esto tampoco es lo esencial. Si su ’Rigoletto’ no funciona, es a causa de un sorprendente déficit expresivo. Casi en ningún momento consigue Marc Delavan transmitir la sensación de conocer el texto que está cantando. En su interpretación no hay acentos dramáticos, no hay diferenciación de las situaciones teatrales, todo suena igual, inofensivo y apático, falto de vida y temperamento. La memez de la puesta en escena (es evidente que Dörrie no sabe qué hacer con ’Rigoletto’, salvo dejarlo plantado en el escenario) y la palidez del barítono se dan la mano para convertir al personaje protagonista en un tedioso monigote. En el papel de ’Gilda’, Diana Damrau no consigue en el primer acto convencernos del todo. Es sin ninguna duda una cantante elegante (y muy buena actriz), con voz incisiva y cálida a un tiempo, un buen centro, y agudos y coloraturas brillantes. Sin embargo, en este primer acto su voz delata ciertas tiranteces y resulta demasiado filosa. Damrau es una soprano de coloratura y el intento de cargar las tintas en el dramatismo, el canto "sobreactuado", no le sienta bien. A partir del segundo acto, probablemente con los nervios mejor controlados, su actuación es deliciosa. La soprano alemana sabe hacer fluir una bella línea melódica y conducir al oyente a través de paisajes sonoros de colorido sutil, finamente matizados. La expresión musical es noble e intensa, siempre en consonancia con el texto y con la situación dramática. Los acentos, tanto los puramente musicales como los dramatúrgicos, están siempre colocados en el lugar y con la intensidad justos. Su lirismo, siendo tierno, no es jamás blando o edulcorado. El resto del reparto es desigual. El papel de ’Giovanna’ tiene en Hannah Esther Minutillo una intérprete que le da un inusitado relieve musical. Lo mismo puede afirmarse de ’la Condesa’ de Aga Mikolaj. Impresionante, no sólo por la belleza de la voz, sino por su energía y expresividad es el ’Monterone’ de Mikhail Petrenko. Quien no consigue entusiasmar es Anatoli Kotscherga, como ’Sparafucile’. Su configuración musical del personaje es algo tosca y la emisión, demasiado abierta, tiene como consecuencia, entre otras cosas, que el texto resulte difícilmente inteligible. La elección de Elena Maximova para el papel de ’Maddalena’ nos parece inexplicable. Sin buscar demasiado se pueden encontrar mezzosopranos mucho más adecuadas para esta parte o al menos intérpretes de categoría suficiente para cantar en un gran teatro de ópera. El coro de la Ópera de Baviera, bajo la dirección de Andrés Máspero, estuvo esplendoroso: muy bien cohesionado, impetuoso cuando lo requería la partitura, muy fino en el "Zitto zitto" al final del primer acto, y en todo momento flexible y perfectamente coordinado con los solistas y la orquesta. Ésta, dirigida por Zubin Mehta, tuvo una de sus mejores noches. Es indudable que Mehta es un muy sobresaliente director verdiano y consigue en sus músicos un alto grado de concentración. En general sus tiempos fueron muy vivaces, la articulación de temas y números impecable, la concertación muy cuidada. La impresionante y sedosa masa de las cuerdas arrojó un sonido oscuro y denso, en abierto contraste con el esplendor de los metales. La versión ofrecida fue típica del Verdi de Mehta: electrizante, inquieta, atravesada del principio al fin por una tensión musical constante. En algunos momentos quizá habría sido deseable una mayor relajación, un breve respiro lírico. Pero esto es cuestión de gustos y el estilo personal del maestro indio va por otros derroteros. En resumen, puede decirse que tanto la orquesta como el coro hicieron un trabajo magnífico, al que no podemos poner la más leve objeción. Al final hubo, como era de esperar, aplausos y ovaciones para músicos y cantantes, con la excepción de Marc Delavan, cuya interpretación, si bien no ideal, merecía un cierto respeto y no las ruidosas protestas con que fue recibido. Quien se llevó un unánime y verdaderamente cósmico abucheo, fue la directora de escena Doris Dörrie. La ópera no es el mejor lugar para exhibir simios... 04.03.2005 |
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Retronchante. Si por cada estafa artística (esto es, si cada vez que alguien paga por ver una obra --sea Rigoletto o cualquier otra--, y le dan otra --El planeta de los simios, o el de las sillas--) el miembro del público estafado quemara en respuesta su butaca con su cojín de terciopelo rojo, a lo mejor toda esta pesadilla absurda acababa. No, no abogo por el terrorismo cultural, sino por la revolución de los perjudicados, o sea, los verdaderos amantes del arte, que nos dejamos parte importante de nuestro capital en pagar entradas para funciones de ópera o teatro (además de los conciertos, el cine, los libros, los discos, los deuvedés), para que nos estafen de semejante manera aduciendo que "eso" también es arte. Un poco de respeto al público no vendría mal en este tiempo de locos. Retronchante, vamos. Y lo de la Brünnhilde inmolada alla talibán, con todo lo que está pasando en el mundo, es una vergüenza. Intentaremos no cabrearnos más de lo necesario, capear el temporal y --como muchos antes de nosotros-- esperar tiempos mejores. Un saludo, Der Niblungen Herr |
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No creo que quemar nada sea lo más procedente, mucho menos butacas. Que en estos tiempos arde todo muy rápido, demasiado rápido. Ni levantarse en armas revolucionarias para derrocar a los artistas que podamos considerar que no merezcan ese atributo. Ni a los que nos parezcan ineptos o incluso farsantes. En este caso (sólo en este caso) soy partidario de la guerra preventiva: no comprar la entrada, no acudir a la representación. No hace falta recurrir a la CIA ni al CNI para adivinar si esconde armas de destrucción masiva. Y si por incautos, o por abonados, la agresión nos pilla ya dentro, pues a recurrir a las armas convencionales aprobadas por la Convención de Ginebra: abandonar la representación en el primer entreacto o reconfortante pateo al final. Pero hogueras no, que desprenden aroma a Inquisición. Y una apostilla. Espíritu crítico y cultivado por encima de todo y antes que nada. Pero ojos bien abiertos, cerebro elástico y corazón receptivo a la innovación, a la renovación, a las nuevas propuestas, a las vanguardias. Sin ellas permaneceríamos en el arte rupestre. |
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Pues si dejamos de ir a los teatros, van a quedar en manos de "una caterva de imbéciles", que consideran que la vanguardia es que el Duque de Mantua orine en el escenario, que Brunilda ordene pistola en mano que preparen la pira, que Basilio (La vida es sueño) se masturbe en escena y cosas por el estilo. ¿Onanismo cultural = vanguardia? |
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¿Será vanguardia la "ópera moderna" que acaba de estrenar Nacho (Me)Cano? Qué día llevo. Hoy no me puedo levantar, y eso que el fin de semana pasó hace cuatro días. |
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Solución utópica: En primer lugar, se pone una misma obra en varios teatros, pero cada uno ofreciendo una puesta en escena diferente. Una de ellas deberá ser fiel a las indicaciones originales de la obra. Los otros tres pueden optar por cualquier opción: innovadora-respetuosa, innovadora a costa de lo que sea, extravagante porque sí... Después se ponen las entradas a la venta (sin posibilidad de reservar entradas con anterioridad, para evitar que las acaparen "amigos" y "nosabeustéconquiénestáhablandos"), y el "genio escénico" de turno, que cobre de la taquilla del teatro que le corresponda. Por supuesto, ni hablar de pagarle por adelantado. Así veremos cuánto público está de verdad dispuesto a pagar por sus ocurrencias. Un saludo. |
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"¿Será vanguardia la "ópera moderna" que acaba de estrenar Nacho (Me)Cano? Qué día llevo. Hoy no me puedo levantar, y eso que el fin de semana pasó hace cuatro días." Hombre, Alberich, es que llamar a eso "ópera moderna"... yo sólo lo he leído en Terra, pero no sé si algún ignorante más lo habrá llamado así. No hay por qué mezclar churras con merinas: lo de Nacho Cano es un musical, como "We will rock you" o "Mamma mia", productos de éxito que no tienen nada que ver con la ópera. Lo que nunca entenderé es por qué algunos quieren llamar "ópera" a cosas que no lo son. Esto es como cuando decían que "Jesus Christ Superstar" era una "ópera-rock". Al cabo de treinta años, la historia ha puesto las cosas en su sitio y por fin se le llama lo que siempre fue: musical. Un saludo. |
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Hombre, Banquo, lo de quemar la butaca era un exageración. Mira, yo estoy harto de que en mi abono del Teatro Real me cuelen soplapolleces de ese calibre, y eso que aún no ha desembarcado Bieito (que lo hará el año que viene con su Wozzek). Yo no iría a ver el trabajo de semeajantes imbéciles (que lo son, demonios), pero hay veces que tienes la entrada, no sabes cómo va a ser, vas y te llevas un disgusto. En Berlín, hace ahora dos años, me pillaron en la Staatsoper con una Traviata dirigida por Peter Mussbach, el director artístico del teatro. La entrada (carísima, casi 150 euros) venía incluída en el abono del Festival de Pascua (con el famoso Tristán de Meier y Heppner, y tres conciertos en la Philharmonie con la Chicago Symphony). Pues bien, se abre el telón y se ve una carretera asfaltada por la que se mueven los personajes sin verse mientras cantan "La Traviata" de Verdi. El proscenio simula un parabrisas de coche lleno de gotas de lluvia y una barra enorme que se mueve de lado a lado que es el limpiaparabrisas. Violeta canta su "Amami, Alfredo" haciendo equilibrios sobre una sillita de madera, que no sé cómo Christine Schäffer no se rompió la crisma. No hay derecho. Era una verdadera mamarrachada, fea en lo estético y estúpida (o imbécil) en lo conceptual. ¿Qué hacer cuando te han estafado 150 euros? ¿Llorar? ¿Abuchear hasta quedar ronco? ¿Abofetear al director de escena si le encuentras? ¿Quemar el teatro? ¿Irte a casa con la sensación de que te han robado la cartera? No me negarás que comprendes la rabia que tiene uno después de salir de un teatro donde te han dado gato por liebre, donde ni siquiera te han dejado oír bien la música (por megafonía sonaba todo el rato el molesto ruido de la lluvia sobre el coche). A mí me encanta la innovación, prefiero puestas en escena modernas, intemporales (mejor todavía), que no trastoquen con vulgares groserías o farfollas de baja estofa el significado de una obra, y que no busquen la provocación fácil o la mera sensacion visceral del espectador. Cartón-piedra no, por favor, pero un poco de respeto al público, al autor y, sobre todo, al arte. Un saludo, Der Niblungen Herr |
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Yo también estuve en esa Traviata berlinesa. La verdad es que el montaje era cuanto menos peculiar, si bien lo que no me gustó en absoluto del montaje fue la Violeta de la Schäffer, que estilísticamente no había por donde cogerla (aún así sus compatriotas la aplaudieron mucho). Sin embargo Villazón estuvo espléndido y Hampson medio decente. Denme buenos cantantes, que canten con el alma y con el estilo adecuado y sitúenlos en un basurero. Si a ellos no les incomoda a mí tampoco lo hará... Total, en mi vida he visto 8 o 9 traviatas, la historía me la se de cabo a rabo. Para qué quiero un salón perfectamente decorado con todo lujo de detalles? para nada... Por lo menos ver algo distinto me hace pensar qué narices es lo que pretenderá mostrar el montaje. Si no me dice nada, pues nada, qué se le va a hacer, pero en absoluto pienso que se están riendo de mí, porque me tengo en muy alto concepto a mí mismo, y hace falta más que un director de escena para burlarse de mí. Ahora, cantantes malos no, please !!! |
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Bueno, si mi problema no es que me sintiera burlado (que efectivamente no ofende quien quiere, sino quien puede), sino económicamente estafado. ¡Es que eran 150 euros, que yo no los tengo a mano todos los días! La Traviata de la Schäffer, pues mira, coincido contigo en que estaba fuera de estilo, pero tampoco lo hizo mal. A mí, de todas formas, es que esta chica me gusta como artista, me parece muy honesta y dio todo lo que pudo, que creo que no fue poco. Hampson, enorme de voz (apabullante volumen), pero ese sí que estaba rematadamente fuera de estilo. Está enfilando últimamente una dirección que no me gusta nada: su último Winterreise en Madrid no estaba a la altura de lo que se espera de una figura internacional en el ámbito del Lied (para abreviar: gritón, falso de expresividad y bastante superficial). Villazón, de voz muy bonita y estilo impecable. Eso sí, con un volumen raquítico. Mejor para grabar discos que para llenar teatros (creo de verdad que en uno tan grande como el Met de Nueva York, o incluso nuestro Liceo de Barcelona, quedaría pequeñito). Claro, que a mí lo que me molestó más del asunto, aparte de la horrible producción (es que me pareció ridícula, no es que no hubiera mobiliario o no fuera clásica, que eso me da igual), fue que me violentaran mi capacidad de abstracción auditiva, o sea, que no me dejaran oír sin impedimentos a los cantantes y a la orquesta. Eso fue lo que más me fastidió de todo ese espanto. Un saludo, Der Niblungen Herr |