Wagner en la huerta valenciana.
A todos sitios llega y se expande la buena nueva. Ningún melómano que se respete, nadie que se sienta miembro de la elite cultural, puede permanecer al margen del tsunami wagneriano que nos cubre. Como una doctrina luminosa que nos aparta de las pesadumbres de la sociedad contemporánea, Wagner se predica como un elixir capaz de llegar a las más profundas explicaciones existenciales, con una dimensión casi teológica.
La moda recorre la geografía cultural española, y en cierto modo arrincona el papel precursor del Teatro del Liceu, incapaz de superar la mediocridad de su orquesta en el servicio wagneriano. La Coruña, Oviedo, Las Palmas de Gran Canaria o Valladolid, hacen incursiones programadoras significativas. Con un alcance más ambicioso aparece el Teatro Maestranza de Sevilla. Pero por encima de todos ellos brilla la doble apuesta del Palau Les Arts de Valencia.
Las ultimas décadas, en un planteamiento que inicia el PSOE valenciano y culmina el PP, han contemplado un espectacular desarrollo de las infraestructuras culturales y de servicios de Valencia. La comodidad de una región sin conflictos de capitalidad o hegemonía; la prosperidad económica ascendente desde su carácter de comunidad mimada desde los tiempos del franquismo; la progresiva diversificación de una economía de base agraria hacia la pequeña y mediana industria, los servicios y el comercio, dieron solidez a este desarrollo que, en el proceso, abandonó el camino del sentido común para incurrir en el despilfarro y la megalomanía.
La marca Calatrava ha inundado Valencia, y ha alcanzado cotas de disparate en el Palau Les Arts. Los más de 360 millones de euros gastados hasta el 2005, a los que hay que añadir los daños de las inundaciones sufridas por este espacio en el 2007, y la reconstrucción del Auditorio, de acústica imposible, carecen de cualquier comparación posible en el ámbito nacional, e incluso internacional. Si a esto añadimos una orquesta de nueva planta, una especie de O.N.U. musical, con el presupuesto mas alto del país, y una dotación para espectáculos en el entorno de los 50 millones de euros, tendríamos que concluir que las andanzas del ?Bigotes? o los trajes del President son anécdotas veniales ante tanto pecado de frivolidad, mal uso del dinero publico, e insulto a una ciudadanía que padece los rigores de la crisis económica.
Nos podríamos preguntar si Wagner es una cita obligada para la cultura valenciana o española, con la intensidad o la exigencia que se está planteando. Si alguien dijo que en Madrid quien no tuviera un abono para el Teatro Real socialmente no tendría relevancia, el mensaje que transmiten los apologistas del Maestro viene a ser que el listón de la programación de cualquier Teatro pasa por una cuota wagneriana. ¡Pobres teatros al uso, perseverantes en un repertorio tradicional de libretos imposibles, orquestaciones raídas y divos/as mas o menos insoportables!. La clave del problema no está en encerrarnos dentro del planteamiento programador que se nos propone, sino en detectar las opciones culturales de la sociedad, sus preocupaciones y los puentes que se trazan hacia otras sensibilidades y manifestaciones universales de la cultura. Desde este punto de vista, la cita wagneriana deriva del voluntarismo de una ?secta? iluminada que altera y falsea las prioridades a la vez que vampiriza y saquea los recursos menguados de la cultura. Devoran los dineros y fingen pensamiento. Pero tanto esfuerzo teológico, por más que se adorne de deslumbrantes puestas en escena, no siempre de clara relación con la obra, raya en el ridículo cuando sobrevuela la realidad social y cultural de nuestro país y traza rumbos anacrónicos lejanos a nuestra tradición y cultura.
En lo que toca a Valencia, el desfase es grotesco. Si tomamos como punto de partida la historia musical de esa región, con la salvedad de Martín y Soler, su recorrido lírico no es muy boyante, y el wagneriano prácticamente inexistente. Si es en cambio un referente cierto y destacado de ?cultura regional? con una voluntad explicita que expresa genuinamente la obra de Vicente Blasco Ibáñez, que musicalmente aportó compositores a la lírica española de la talla de Chapí o Serrano, entre otros. Las preocupaciones del público, en un sentido social amplio, están más cercanas al costumbrismo regional de ?El virgo de la Visenteta? que a la mitología nórdica, con ambiciones trascendentes, que inunda la obra wagneriana.
Pero si salimos de este intento de reduccionismo cultural a través de la música y de Wagner en concreto, podemos ver que Valencia tiene una dimensión que va mas allá del papanatismo de los que monopolizan los recursos. Su importante Universidad, la rica tradición plástica, el IVAM, o la excelente arquitectura de Norman Foster para el Palacio de Congresos, nos hablan de territorios liberados para el sentido común y la cultura de nuestro tiempo, fuera del alcance de la fatídica secta. Porque este es el problema de fondo: como el punto de vista de una minoría falsifica la prioridad social y suma despilfarro con propuestas dudosas en todos los ámbitos de lo público.
Estamos seguros, como dice Manuel Vicent, que la Valencia profunda sobrevivirá a los ?bogavantes? de Calatrava, a la epidemia de derroche y trasvestismo cultural que se intenta imponer, y a la plétora de gestores megalómanos, intermediarios sin escrúpulos y apologistas sin desmayo que mantienen y se benefician del invento.
Porque, en último termino, es la sociedad la que elige su cultura y su prioridad. Y es también la que mantiene inequívocas raíces que expresan su personalidad profunda. La secta wagneriana que nos invade no empece la genialidad del Maestro y su importancia en la historia de la cultura, pero ello no justifica procedimientos ni doctrinas simplemente ridículas. Utilizado como portavoz de la mediocridad de sus devotos Wagner pierde sentido, hasta convertirse en un pretexto para canalizar pequeñeces, frustraciones y ambiciones nunca disimuladas.
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