Número 276 - Zaragoza - Diciembre 2023
INTERPRETES 

SE NOS HA IDO UN ÁNGEL
Hace ya algunos años, empecé a interesarme de forma activa por Wagner. Desde mucho antes, conocidos someramente, por la no muy wagneriana boca de mi madre, los temas e historias de los que trata en sus obras, tenía una cierta intuición de que algún día aquel compositor iba a fascinarme (los poemas épicos, las narraciones caballerescas y el ciclo artúrico habían sido mis lecturas predilectas desde que recuerdo).

Finalmente, a los 15 años más o menos, decidí empezar el estudio de las obras de Wagner. Tuve dos maestros participando de mi incipiente educación wagneriana, uno activamente y otro desde la distancia y el anonimato.

El primero, alguien muy cercano, fue mi tío Miguel, que heredó el wagnerismo de su padre, y con quien siempre conté y cuento para guiarme por el oscuro e inmenso universo de la música grabada, amén de consultas, ya innumerables, a su vasta cultura.

El segundo fue Ángel Mayo, del que comencé a leer las celebradas reseñas discográficas mensuales que publicaba en el boletín de Diverdi, la querida "Hoja parroquial" como él la bautizó, que me apresuraba a devorar en cuanto llegaba la pequeña revista a casa (mi padre, dice, fue el primer cliente que pidió por fax a Diverdi, hace ya muchos años). En especial, siempre recordaré las maravillosas historias del guardabosques, el viejo lobo wagneriano y la gran Cabra Diverdi, siempre tentando con alguna referencia inédita e imprescindible. Y su ingenio en introducir un nuevo disco hablando de un tema completamente distinto, como su crítica del Anillo de Bayreuth de 1958 que comenzaba con una anécdota de Ferenck "Pancho" Puskas, antiguo jugador del Real Madrid Club de Fútbol, su equipo, acertando balonazos de noche en una farola a una distancia considerable.

Más tarde, en noviembre de 1998, se publicó su Guía Wagner ("la Biblia wagneriana", como la hemos llamado muchas veces, medio en serio, medio en broma), y me lancé a la caza de las referencias discográficas imprescindibles que no estaban ya en mi casa (parte con financiación paterna, parte gastando mis escasos ahorros, parte pirateando descaradamente de la extensísima colección de mi tío Miguel).

Un momento culminante fue cuando al fin vi con mis propios ojos a don Ángel Mayo. Fue en la conferencia que pronunció a propósito del primer Tannhäuser del nuevo Real, en febrero de 1999. Tras la conferencia, le llevé tímidamente mi copia de la Guía y me la dedicó, con una sonrisa y un apretón de manos: "A José Alberto, que ya está en el camino de la verdad. Madrid, 2.2.1999 AFM". Yo aquel día no cabía en mí de gozo.

Desde entonces, a través de mi tío Miguel y más tarde de mi amigo Germán Rodríguez Balaguer, le fui conociendo un poco más. Alguna tarde de cañas, tres o cuatro conferencias, frecuentes encuentros en conciertos y recitales. Incluso le hice un duplicado de su cinta de "Los nibelungos" de Fritz Lang, en lo que tardé algo más de un año, para mi vergüenza.

Recuerdo la vez que más he hablado con él, de tú a tú con su mujer, Pilar, presente. Fue en el estreno en versión de concierto del "Merlin" de Albéniz en el Teatro Real. Tras el tercer acto (que es, por cierto, un verdadero bodrio; en esto coincidíamos), les encontré al pie de la escalera y entablamos conversación. Mayo opinaba que la obra era soporífera, dramáticamente ineficaz, que todo lo bueno que tenía era lo que recordaba a Wagner, y que si hubiera pagado el precio de la entrada (iba invitado por su condición de crítico) hubiera abucheado hasta quedar ronco. Esto lo dijo con un enorme desparpajo, mientras se colocaba las manos alrededor de la boca, a modo de bocina, y profería "Gib mir mein Geld zurück!" ("¡Devolvedme mi dinero!").

Otra noche, yendo a coger un taxi, hablábamos distraídamente un amigo y yo de la película "Apocalypse Now" de Coppola. Mayo nos oyó, se acercó y empezó a canturrear la Cabalgata de las Walkyrias, con una letra hilarante, algo así como "matemos chinitos", con una rima graciosísima que siento no recordar.

Hablando de su mujer, Pilar Alesón, diré que es un ser absolutamente encantador. A mí siempre me ha tratado de manera espléndida, con cariño: si no la había visto yo primero, era ella la que se acercaba a saludarme. Siento mucho lo mal que lo estará pasando en estos momentos.

Estos son tan solo unos pensamientos esbozados sobre papel digital, a la muerte del mayor crítico wagneriano del mundo hispano, a quien tuve la inmensa suerte de conocer en persona.

Dice el refrán: "Dios te salve del día de las alabanzas". Bien, para que no todo sea un emocionado recuerdo de lo magnífico de su persona, diré que a veces sus modales podían no parecer los más adecuados, más por omisión descuidada que por verdadera incorrección: nunca se molestaba en presentarse, dando por hecho que todos los presentes le conocían. Esto molestaba a algunas personas, que podían pensar, equivocadamente, que era un hombre engreído y mal educado. No creo que fuera consciente de ello, pero en todo caso es un pecado venial.

No puedo, tal vez ni debo, ocultar que al ver su fotografía en la noticia que publicaba “Mundoclásico”, muchos años más joven de lo que era ahora, ha aparecido una sospechosa humedad en mis ojos.

Espero que don Ángel esté ahora en un lugar mejor, tal vez departiendo con el mismísimo Richard Wagner y con su idolatrado Hans Knappertsbusch, frente a unas buenas jarras de cerveza bávara, mientras escuchan -alguna vez le leí algo sobre ella- la música de las esferas.