|  Hace 
            ya algunos años, empecé a interesarme de forma activa por Wagner. 
            Desde mucho antes, conocidos someramente, por la no muy wagneriana 
            boca de mi madre, los temas e historias de los que trata en sus obras, 
            tenía una cierta intuición de que algún día aquel compositor iba a 
            fascinarme (los poemas épicos, las narraciones caballerescas y el 
            ciclo artúrico habían sido mis lecturas predilectas desde que recuerdo). 
            
 Finalmente, 
              a los 15 años más o menos, decidí empezar el estudio de las obras 
              de Wagner. Tuve dos maestros participando de mi incipiente educación 
              wagneriana, uno activamente y otro desde la distancia y el anonimato. 
               
            El 
              primero, alguien muy cercano, fue mi tío Miguel, que heredó el wagnerismo 
              de su padre, y con quien siempre conté y cuento para guiarme por 
              el oscuro e inmenso universo de la música grabada, amén de consultas, 
              ya innumerables, a su vasta cultura. 
            El 
              segundo fue Ángel Mayo, del que comencé a leer las celebradas reseñas 
              discográficas mensuales que publicaba en el boletín de Diverdi, 
              la querida "Hoja parroquial" como él la bautizó, que me 
              apresuraba a devorar en cuanto llegaba la pequeña revista a casa 
              (mi padre, dice, fue el primer cliente que pidió por fax a Diverdi, 
              hace ya muchos años). En especial, siempre recordaré las maravillosas 
              historias del guardabosques, el viejo lobo wagneriano y la gran 
              Cabra Diverdi, siempre tentando con alguna referencia inédita e 
              imprescindible. Y su ingenio en introducir un nuevo disco hablando 
              de un tema completamente distinto, como su crítica del Anillo de 
              Bayreuth de 1958 que comenzaba con una anécdota de Ferenck "Pancho" 
              Puskas, antiguo jugador del Real Madrid Club de Fútbol, su equipo, 
              acertando balonazos de noche en una farola a una distancia considerable. 
            Más 
              tarde, en noviembre de 1998, se publicó su Guía Wagner ("la 
              Biblia wagneriana", como la hemos llamado muchas veces, medio 
              en serio, medio en broma), y me lancé a la caza de las referencias 
              discográficas imprescindibles que no estaban ya en mi casa (parte 
              con financiación paterna, parte gastando mis escasos ahorros, parte 
              pirateando descaradamente de la extensísima colección de mi tío 
              Miguel). 
            Un 
              momento culminante fue cuando al fin vi con mis propios ojos a don 
              Ángel Mayo. Fue en la conferencia que pronunció a propósito del 
              primer Tannhäuser del nuevo Real, en febrero de 1999. Tras la conferencia, 
              le llevé tímidamente mi copia de la Guía y me la dedicó, con una 
              sonrisa y un apretón de manos: "A José Alberto, que ya está 
              en el camino de la verdad. Madrid, 2.2.1999 AFM". Yo aquel 
              día no cabía en mí de gozo. 
            Desde 
              entonces, a través de mi tío Miguel y más tarde de mi amigo Germán 
              Rodríguez Balaguer, le fui conociendo un poco más. Alguna tarde 
              de cañas, tres o cuatro conferencias, frecuentes encuentros en conciertos 
              y recitales. Incluso le hice un duplicado de su cinta de "Los 
              nibelungos" de Fritz Lang, en lo que tardé algo más de un año, 
              para mi vergüenza.  
            Recuerdo 
              la vez que más he hablado con él, de tú a tú con su mujer, Pilar, 
              presente. Fue en el estreno en versión de concierto del "Merlin" 
              de Albéniz en el Teatro Real. Tras el tercer acto (que es, por cierto, 
              un verdadero bodrio; en esto coincidíamos), les encontré al pie 
              de la escalera y entablamos conversación. Mayo opinaba que la obra 
              era soporífera, dramáticamente ineficaz, que todo lo bueno que tenía 
              era lo que recordaba a Wagner, y que si hubiera pagado el precio 
              de la entrada (iba invitado por su condición de crítico) hubiera 
              abucheado hasta quedar ronco. Esto lo dijo con un enorme desparpajo, 
              mientras se colocaba las manos alrededor de la boca, a modo de bocina, 
              y profería "Gib mir mein Geld zurück!" ("¡Devolvedme 
              mi dinero!").  
            Otra 
              noche, yendo a coger un taxi, hablábamos distraídamente un amigo 
              y yo de la película "Apocalypse Now" de Coppola. Mayo 
              nos oyó, se acercó y empezó a canturrear la Cabalgata de las Walkyrias, 
              con una letra hilarante, algo así como "matemos chinitos", 
              con una rima graciosísima que siento no recordar.  
            Hablando 
              de su mujer, Pilar Alesón, diré que es un ser absolutamente encantador. 
              A mí siempre me ha tratado de manera espléndida, con cariño: si 
              no la había visto yo primero, era ella la que se acercaba a saludarme. 
              Siento mucho lo mal que lo estará pasando en estos momentos. 
            Estos 
              son tan solo unos pensamientos esbozados sobre papel digital, a 
              la muerte del mayor crítico wagneriano del mundo hispano, a quien 
              tuve la inmensa suerte de conocer en persona.  
            Dice 
              el refrán: "Dios te salve del día de las alabanzas". Bien, 
              para que no todo sea un emocionado recuerdo de lo magnífico de su 
              persona, diré que a veces sus modales podían no parecer los más 
              adecuados, más por omisión descuidada que por verdadera incorrección: 
              nunca se molestaba en presentarse, dando por hecho que todos los 
              presentes le conocían. Esto molestaba a algunas personas, que podían 
              pensar, equivocadamente, que era un hombre engreído y mal educado. 
              No creo que fuera consciente de ello, pero en todo caso es un pecado 
              venial. 
            No 
              puedo, tal vez ni debo, ocultar que al ver su fotografía en la noticia 
              que publicaba “Mundoclásico”, muchos años más joven de lo que era 
              ahora, ha aparecido una sospechosa humedad en mis ojos. 
            Espero 
              que don Ángel esté ahora en un lugar mejor, tal vez departiendo 
              con el mismísimo Richard Wagner y con su idolatrado Hans Knappertsbusch, 
              frente a unas buenas jarras de cerveza bávara, mientras escuchan 
              -alguna vez le leí algo sobre ella- la música de las esferas. 
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