Número 276 - Zaragoza - Diciembre 2023
INTERPRETES 

PARSIFAL EN EL REAL: UNA DE CAL Y OTRA DE ARENA
El maestro valenciano Luis Antonio García Navarro durante los ensayos de esta producción de Parsifal

Por fin, Parsifal, el último drama de Richard Wagner, fue estrenado en el nuevo Teatro Real de Madrid. Éste es uno de los pocos teatros del mundo que puede vanagloriarse de haber estrenado Parsifal el día en el que cesaba la exclusiva sobre la obra, que tenía el Festspielhaus de Bayreuth para el que Wagner la diseñó. Fue el 1 de enero de 1914, treinta años después de la muerte de su creador, si bien este logro wagneriano es uno de los pocos de los que puede presumir el Real. Fue además la obra con la que se pensaba inaugurar la temporada operística  madrileña en 1926, año en el que el Teatro cerró sus puertas como teatro de ópera. Por esa razón, se pensó como la candidata ideal para re-abrir el Real tras tantos años, en 1997. Para bien o para mal, la decisión político-musical de turno decidió que una “ópera extranjera”, “tan larga” (pensaban en que el Rey debía de asistir a la reapertura), no servía como primera opción (finalmente se optó por Falla, con su “Sombrero de tres picos” y “La vida breve”, espectáculos quizá más “llevaderos” para la caterva de políticos y altas esferas asistentes aquella noche).

Tres temporadas hubieron de pasar para que al fin Parsifal fuera representada en Madrid, la primera vez en más de ochenta años (en las temporadas de ópera del Teatro de la Zarzuela se ofrecieron la mayoría de las óperas y los dramas wagnerianos, incluido un Anillo disgregado en cuatro años, pero nunca Parsifal). Todo el proyecto se debe, en gran parte, a la perseverancia de una sola persona, el maestro valenciano Luis Antonio García Navarro, actual director artístico y musical del Teatro. El maestro aprovechó uno de los descansos de la función del straussiano Caballero de la rosa ofrecido por televisión la temporada pasada para, en una corta entrevista, anunciar que Parsifal sería al fin ofrecido en la temporada 2000/2001, con un reparto encabezado por Plácido Domingo (quien fuera ya pensado para el personaje en 1997), el bajo finlandés Matti Salminen y la mezo griega Agnes Baltsa (amiga personal de García Navarro y esposa del Barón Ochs de aquella noche: Günter Missenhardt).

Las funciones fueron programadas para los días 3, 6, 7, 9, 11, 12 y 15 de marzo de 2001.

Finalmente el reparto quedó configurado de la siguiente forma:

Amfortas
Franz Grundheber (3, 6, 9, 12, 15)
Alan Held (7, 11)
Titurel
Artur Korn
Gurnemanz
Matti Salminen (3, 6, 9, 11, 15)
Kurt Rydl (7, 12)
Parsifal
Plácido Domingo (3, 6, 9, 12, 15)
Robert Dean Smith (7, 11)
Klingsor 
Hartmut Welker
Kundry
Agnes Baltsa (3, 6, 9, 12, 15)
Linda Watson (7, 11)
Dos caballeros del Grial 
José Manuel Montero – David Rubiera
Cuatro escuderos

Paloma Pérez Iñigo - Itxaro Mentxaka - Emilio Sánchez - Julio Morales

Muchachas flor 

Elena de la Merced - María José Martos - Itxaro Mentxaka - Olatz Saitúa - María Rey-Joly - Mireia Pintó

Una voz 
Mireia Pintó

El coro fue el de la Orquesta Sinfónica de Madrid, creado en la temporada pasada para cubrir las necesidades del Teatro de un coro estable para las representaciones de ópera.

La Orquesta, por supuesto, fue la Sinfónica de Madrid a cargo de su director titular, García Navarro.

El que escribe estas líneas asistió a las funciones completas de los días 3, 6, 9, 11 y 12, y, por un azar del destino, al tercer acto de la última función, el día 15 de marzo. Sólo me perdí la del día 7, aunque creo que son suficientes representaciones para dar un juicio crítico razonable.

Vayamos por partes.

INTERPRETACIÓN ESCÉNICA

Klaus Michael Grüber, director escénico de esta producción, durante los ensayos con el coro para la escena del Templo del Grial  

Creo necesario dar primero mi visión sobre la producción escénica porque explica en gran medida algunos de mis juicios sobre los intérpretes envueltos en la obra.

La producción está basada en una anterior de la Nederlandse Opera de Ámsterdam, nuevamente revivida por el Teatro Real en coproducción con la Royal Opera House, Covent Garden de Londres. El director de escena es el alemán Klaus Michael Grüber, encabezando el equipo escénico siguiente: Elen Hammer (dramaturga), Gilles Aillaud (escenógrafo), Moidele Bickel (figurinista) y Vera y Konrad Lindenberg (iluminadores).

Realmente, mi juicio se resume en un interrogante: ¿se ha visto en el Real algo peor?

Me resulta absolutamente incomprensible que críticos de prensa afamados y respetados a nivel nacional puedan alabar y ponderar hasta el ridículo semejante vómito del Regietheater.

Para que ustedes se hagan una idea les contaré unos cuantos detalles que pueden dejar helada la sangre de alguno.

Al abrirse el telón en el primer acto, se ven unos cuantos objetos cilíndricos verticales de color marrón con algunos otros cilindros de menor tamaño atravesando lo que supongo que debían ser los troncos de los árboles del bosque. Pero cualquier parecido entre esos horrendos cilindros y unos árboles es pura coincidencia. Al fondo se atisba una especie de mampara de ducha que ocupa todo el foro y está iluminada de azul oscuro chillón. Supongo que se trata del lago (¿?). Gurnemanz viste un manferlán también marrón, que le da un aspecto de mendigo realmente espantoso, y porta en su mano un báculo retorcido que mantiene siempre a escasos centímetros de su cara. Kundry hace su entrada cubierta con un precioso vestidito azul estilo institutriz británica, que es una de las grandes incoherencias de esta producción: la figura de Kundry es invariable en aspecto; es igual como mujer salvaje que como hembra seductora en el segundo acto. Más tarde vemos aparecer a Parsifal ataviado con un traje verdoso que nos recuerda a Errol Flyn caracterizado como Robín de los bosques. Pero lo peor de todo es la figura de Amfortas: viste un hábito parecido al de Gurnemanz, lleva en la cabeza una corona (que parece recortada en cartulina por cualquier colegial con poca imaginación, cubierta con papel de aluminio) y –este es quizá el detalle más cochambroso de esta producción- lleva el brazo izquierdo enfundado en un cono metálico roñoso, que termina en una rueda hexagonal. Para más señas, la herida de Amfortas está en su costado izquierdo, lo que es totalmente incoherente con el texto de Wagner y con cualquier diagnóstico médico: si Klingsor le hubiera herido ahí, le hubiera atravesado el corazón. Otra demostración de lo mucho que ha entendido la obra el equipo escénico.

La broma no queda ahí. La dirección de actores es carente de toda lógica o creatividad. La mayoría de las veces, los actores se limitan a entonar sus diálogos al viento, en vez de dirigirse al receptor de las frases. El movimiento en escena de los personajes es igualmente plano: Gurnemanz no se mueve de su sitio en los primeros tres cuartos de hora de obra, Kundry entra y permanece en el mismo lugar mirando al suelo, Parsifal entra por un lateral y se queda allí hasta la escena de la transformación...

Otro detalle igualmente ridículo es el vuelo del cisne. Éste está representado por una especie de trapo blanco ensartado en un aro metálico. Es movido por unos hilos desde el lateral derecho del escenario hasta el suelo, de dónde es recogido con mucha pompa por un caballero del grial. Un efecto realmente pobre.

La escena de la transformación es otra simpleza. Los cilindros se desplazan hacia el foro, dejando únicamente cuatro columnas que servirán para el templo del Grial. Entran en escena un grupo de armaduras medievales con velas encendidas, que se deslizan sobre ruedas.

Hay que decir que la enorme embocadura del escenario del Real fue tapada en más de su mitad por un panel negro, que permanece a lo largo de la función. En esta escena, además, a algún genio de la escenografía se le ocurrió hacer descender otro telón oscuro, tapando en total dos tercios del escenario. Resultado: los pobres mortales condenados a asientos de menor visibilidad, se pueden olvidar de contemplar el escenario.

Desde la parte izquierda se desliza hacia el centro de la escena una estrecha pero larguísima mesa iluminada desde el interior de su tablero. Sobre ella se encuentran distribuidas un montón de copas de plástico y unas bolas de color negro que supongo serían panes (¿?). Es un efecto realmente cutre.

El Grial, por si alguien se piensa que esos salvajes de la escena podían respetarlo, es un pedrusco informe que Amfortas se encarga de levantar con mucho boato. Titurel canta sus frases desde el interior de una de las armaduras que entraron al principio. Los caballeros se sientan a la mesa y la abandonan aleatoriamente tras la consagración, perdiéndose así el sentido de “hermandad” de los caballeros.

Sin embargo, es aquí donde encontramos un par de buenas ideas escénicas, aunque quedan disimuladas por la mediocridad general que contempla el espectador. En el momento en que Amfortas en su monólogo, habla de dejar su herencia y no oficiar más, se saca la corona de la cabeza, poniéndola sobre la mesa; al aceptar el mandato de su padre, la recoge y se la vuelve a colocar. Si la corona no fuera ese espanto hortera de papel de aluminio, el detalle sería hasta interesante.

El otro detalle al que me refiero ocurre cuando Amfortas abandona la mesa y deja la sala del Grial. Mira a Parsifal, y la música describe el tema de la profecía, “Sapiente por compasión, el puro loco”.

Plácido Domingo y el maestro García Navarro cambiando impresiones bajo el espantoso tiburón que estaba presente en la primera escena del segundo acto  

Pasemos al segundo acto. Este es realmente el que se lleva la palma en fealdad y falta de imaginación. El castillo mágico de Klingsor es una especie de club nocturno de barrio bajo. Un montón de espejos de formas diversas se hallan erguidos verticalmente en el suelo, iluminados por focos de luz de colores chillones: rojos, verdes, amarillos fosforitos... Del techo cuelga el espanto más discutido de esta producción: un tiburón de unos tres o cuatro metros de longitud, con las mandíbulas abiertas. ¿Qué querrá decir o simbolizar? Probablemente nada en absoluto.

Kligsor aparece como un viejo magnate del petróleo vestido con una bata de terciopelo granate, luciendo en sus dedos un buen montón de anillos. Un buen amigo mío me preguntó si la bata se parecía a las que acostumbraba a usar el propio Wagner. Si es así, ya podemos ver dónde está representado el compositor en todo esto.

Kundry entra en escena agarrándose al telón del teatro, en la parte izquierda del proscenio, en vez de ascender por la sima.

Desparecen espejos, tiburón y mago, ingresando en escena otras cosas igualmente horrendas. En el foro vemos unos pedruscos azulados encima de los que se encuentran Parsifal y unas figuras que parecen estar hecha de vulgar “plastelina”, como la que usan los niños en el colegio. Del techo cuelgan unas figuras informes de colores que se parecen a algún motivo de un cuadro de Miró (que no tengo yo nada contra Miró, pero, francamente, no creo que tenga mucho que ver con Parsifal).

Las muchachas flor están tiradas por los suelos entonando sus frases, mientras Parsifal se pasea por allí, con el evidente peligro de pisar la cabeza o las manos a alguna de ellas. Visten unos trajecitos estupendos, que entonan con el de Kundry. Esta última entra por el proscenio derecho, arruinando así el efecto que debe causar la voz de la intérprete viniendo desde el fondo del escenario. Ahí permanecerá durante el resto de la escena de seducción. Bueno, seducción por llamarlo de alguna manera, porque allí no hay seducción ni nada parecido. Kundry canta de cara al público en vez de dirigirse a Parsifal. Éste está todo el tiempo en el centro del escenario dando la réplica a las frases de la “seductora”. Y llega el momento del beso. Kundry y Parsifal se sitúan uno junto al otro, siempre mirando al público. Lentamente se vuelven, se miran y Kundry estira las manos. Y cuando se supone que le ha besado, Parsifal en vez de ponerse de pie, como pone en el libreto, se arroja por los suelos al grito de “Amfortas”, que queda deslucido porque es una posición realmente incómoda para cantar.

Pero lo que sigue es aún peor. El mago sale encima de los pedruscos y arroja la lanza. Pero en vez de eso, se la guarda y sale por detrás, totalmente visible al público. Algún técnico de escena le pasa “rápidamente” una lanza igual a Parsifal, mientras en el suelo aparece una estela luminosa, que quiere representar el vuelo de la lanza. El efecto puede parecer interesante, pero quedó descoordinado en todas las funciones.

Parsifal dirige entonces la lanza hacia los pedruscos y las figurillas de plastelina se “desmayan”, creando el efecto más penoso que he podido ver en un teatro.

Llegamos por fin al tercer acto. La pradera aparece pintada de color verde, con unas manchas blancas esparcidas por encima, que supongo representan nieve. Es lo que todos hemos llegado a llamar “piel de vaca (loca)”. Horrendo. En el proscenio, a la derecha, se ve una especie de cabaña con el báculo de Gurnemanz apoyado, y unos hilillos de papel alumínico que quieren hacer las veces de agua de la fuente, que cae en una pila de color marrón. Delante de la cabaña hay un banco. A la izquierda del escenario hay una piedra de color gris sobre la que se sentará Parsifal y un montículo blanco sobre el que clavará la lanza.

Gurnemanz aparece como en el primer acto, pero con los bajos del gabán manchados de blanco (se supondrá que es nieve). Kundry está alegremente tumbada sobre una de las manchas blancas, al lado de la piedra gris. Al levantarse de su sueño, recoge de algún sitio una jarra de barro y se pone a trastear por ahí.

Entra Parsifal en armadura completa, el único detalle realmente bueno de la producción. Se sienta, Gurnemanz le exhorta a dejar las armas, clava la lanza y se desposee del yelmo y del escudo.

La dirección escénica sigue exactamente el texto, por primera vez en toda la obra: Kundry lava los pies a Parsifal (si bien de una forma un tanto ridícula: se humedece las manos con el agua de la jarra y le pasa las palmas por encima de los pies), se los seca con su pelo, Gurnemanz bautiza a Parsifal, Parsifal a su vez bautiza a Kundry...

Todo aceptablemente bien hasta que llegamos a los “Encantamientos de Viernes Santo”. El suelo se ilumina de color rosa fucsia, aludiendo a la llegada de la primavera. Pero claro, es la primavera de Klaus Michael Grüber, una primavera mediocremente hortera.

Llega el cambio de escena. Pero no volvemos al templo del Grial, sino que entran desde el fondo, los miembros del coro empujando cada uno una armadura, hasta llegar al proscenio, donde se detienen. El cadáver de Titurel no es más que una armadura en posición horizontal sobre tres varillas acabadas en ruedas.

El final de la escena es realmente decepcionante. Parsifal entra lanza en mano y se planta en un lateral del escenario, mirando al público. Le pone la lanza en el costado a Amfortas, sin mirarle, lo que algún día supuso que el tenor le pusiera la lanza en un brazo. Entran Gurnemanz y Kundry. Parsifal avanza hasta el mismo borde del escenario y adopta una postura heroica que mantendrá hasta la caída del telón. Amfortas, Gurnemanz y Kundry avanzan hasta un poco más atrás que Parsifal y caen simultáneamente dos telones traslúcidos: uno oculta a la mayor parte del coro y el otro separa a Parsifal del resto de la escena. Este último es de color azul y lleva pintadas unas líneas oblicuas como si fueran rayos que vienen del cielo a señalar a Parsifal como el Salvador. Amfortas, Gurnemanz y Kundry (que no muere, estropeando todo el tema de la redención de Kundry, que seguirá condenada a vivir) se arrodillan, y así permanece la escena hasta que cae el telón, lo que son unos cinco minutos de estatismo absoluto y aburrido. No hablemos de la paloma, por supuesto.

Bueno, los “unos cuantos detalles” se han convertido en un resumen pormenorizado de lo visto en escena. Espero que sepan disculparme si me he excedido, pero es que no he podido evitar comunicarles mis impresiones sobre tan absurda producción.

Ni siquiera merece el calificativo de “mala”, sólo el de “mediocre” y “carente de imaginación”. Eso sí, logra su misión: hacer correr ríos de tinta sobre ella y que todos la comentemos.

INTERPRETACIÓN MUSICAL

Pero pasemos a hablar de los intérpretes musicales, que merecen un estudio aparte.

Matti Salminen (Gurnemanz) y Franz Grundheber (Amfortas) ensayando la escena del Templo

El personaje de Amfortas fue convenientemente servido por Franz Grundheber, a quien siempre recuerdo como un cantante tosco y poco matizado. Pues parece que con los años ha aprendido a ser cuidadoso con los personajes que hace. Hizo un Amfotas en momentos hasta emotivo. Aceptable en lo vocal e interpretativamente bueno, dentro de que lo que la producción permitía. Porque claro, estar toda una santa noche arrastrando un brazo con una rueda tiene que ser realmente incómodo.

Alan Held, en el segundo reparto, hizo un Amfortas realmente digno. Más o menos igual de aceptable en lo vocal, pese a algún apuro en el registro agudo, y realmente bueno en cuanto a la interpretación, superando en muchos momentos la actuación de Grunheber.

Malo sin reservas fue el Titurel de Artur Korn. Con una voz bella, pero volumen muy pequeño, casi inaudible en el agudo. Según he podido averiguar, Korn estuvo hace una década activo en el Metropolitan de Nueva York haciendo papeles para bajo en el repertorio alemán.

Llegamos a Gurnemanz.

¿Qué podemos decir de Matti Salminen? Es el último gran bajo wagneriano de raza que ha dado el mundo. Con esa voz potente que llena teatros. Dominando toda su tesitura, desde unos graves profundos y magníficamente apoyados a unos agudos resonantes, pasando por un centro bello hasta lo indecible. Todos los elogios que prodiguemos a Salminen son pocos, porque él fue el verdadero triunfador de este Parsifal. ¡Qué matices, qué expresión! Naturalmente, se le nota la sesentena que lleva a sus espaldas: sus agudos no son tan potentes y la voz ha perdido algo del brillo de antaño, pero ¡qué lección de canto! Hubo quién me preguntó porque le notaban algo peor que en su Marke del año pasado en el Real, pero respondí que Gurnemanz no es Marke, que no es un papel de un rato, sino que tiene que cantar mucho tiempo. Evidentemente reservó voz hasta el final de la función en todas las ocasiones, haciendo unos “Encantamientos de Viernes Santo” realmente admirables.

Al lado de Salminen, la intervención de Kurt Rydl quedó muy deslucida. Habría pasado por bueno, pero no aguanta la comparación con el finlandés. Además de que Rydl nunca ha sido una figura wagneriana verdaderamente sobresaliente, hay que tener en cuenta que está mayor y mucho más gastado que Salminen. Recordaba su Sarastro en La Flauta Mágica en esta misma temporada del Real, que fue realmente muy mediocre. No me gustó, aunque admito que si le hubiera visto a él sólo, sin haber oído el día antes a Salminen, hubiera apreciado más su labor.

Y ahora tengo que hablar de Parsifal: Plácido Domingo, en el primer reparto. Personalmente no me gusta como tenor wagneriano, por dos razones: a) su estilo no es el que considero como bueno en interpretación wagneriana, y b) no puedo olvidar que sólo ha sido capaz de cantar en escena el Siegmund de la Walkyria, el Lohengrin y el Parsifal, y eso no es un tenor wagneriano, aunque haya quien le duela.

En este Parsifal en concreto no me gustó.

Añadamos también que su dicción alemana ha sido siempre muy pobre, lo que hace que se resienta uno de los pilares de la interpretación wagneriana que es la articulación clara que exigen los textos de las obras de Wagner.

Hay que aceptar, sin embargo, que para tener sesenta años está francamente bien de voz, y que mantiene el centro tan bello como siempre. A cambio, la zona aguda se resiente, y los graves se afean cada vez más.

Interpretativamente le encontré muchas carencias, pero la culpa no creo que sea suya sino del director de escena, que parece ser que le obligó a adoptar lo estático y anodino como regla. Ahí está la innegable profesionalidad del tenor madrileño, cuando acepta una producción la acepta con todas sus consecuencias.

Seguramente pasará a la historia como el cantante más completo de todos los tiempos, porque ha sabido, bien o mal, hacer la carrera de tres tenores en uno: un tenor lírico, un tenor spinto y un tenor heroico (o al menos lo ha intentado). Que juzgue el futuro.

En el segundo reparto intervino como Parsifal el tenor americano Robert Dean Smith, actual Walter von Stolzing en Bayreuth. Me habían dado muy malas reseñas de él, aunque en la función de Maestros que ofrecieron por radio desde Bayreuth el año pasado (con el “Erlöser” Christian Thielemann), me pareció aceptablemente bueno (al menos llegó “vivo” a la temidísima Canción del Premio). En vivo quedó francamente bien. El estilo es innegablemente wagneriano, con una dicción clara, un volumen suficiente y una expresividad notable. En algún momento me acordé de Hans Knappertsbusch y pensé que si hubiera estado él en el podio, le hubiera dicho eso de “ami de mierda”, porque la verdad es que, pese a cumplir con creces, no dio nada más de sí.

El Klingsor de Hartmut Welker me pareció bastante desastroso. Su voz está destrozada por la edad, con unos agudos tremolantes e inseguros, y un centro y graves insuficientes. Hay quien le gusta ese detalle en un Klingsor o en un Alberich (¿?) pero a mí me parece deleznable. Y su interpretación fue aburrida por lo convencional de los directores de escena sin imaginación: se pasó un buen rato con la mano encima del resultado de su castración, detalle innecesario, porque no veo porqué hay que recordarle al público un hecho que ya relató Gurnemanz en el primer acto.

Agnes Baltsa como Kundry fue el lunar de esta producción. Francamente detestable fue su intervención en ella. Nunca me ha gustado, pero ahora su voz está destemplada, ajada por el paso de los años. Sus agudos son desagradables y hacen daño a los oídos, porque lo cierto es que tiene la voz grande. Y en la zona grave (se supone que es una mezo) es aún más penosa, porque se limita a engolar la voz y a entubarla. La mitad del tiempo no pasó de recitar las frases de Kundry con insultante indiferencia. Y es que realmente el personaje se le iba de las manos, en lo vocal y en lo escénico. Realmente no alcanzo a comprender los “bravos” que le prodigaban cada día al final del segundo acto.

De otra pasta es Linda Watson, un fruto verdaderamente wagneriano. Esta mezo americana, que desde el año pasado canta Ortrud en Bayreuth y que ya hizo allí de Kundry antes de la llegada de la inmensa Violeta Urmana (discípula de Astrid Varnay, nada menos), es una de las grandes Kundrys del momento. Estuvo estupenda la noche que la vi, la del día 11 (que sin duda fue la mejor función de todas). Su canto fue siempre matizado, sabiendo cómo decir sus frases en cada ocasión. Pese a la ingrata dirección escénica, supo sacarle partido a la actuación, llegando a ser realmente conmovedora en la escena de la seducción (a distancia). Me pareció realmente buena, y al lado de la Baltsa, un verdadero hallazgo.

En un apartado hablaré de los secundarios. Horrendos y espantosos los cuatro escuderos, con la veteranísima Paloma Pérez Iñigo y la habitual Itxaro Mentxaka a la cabeza. Destacable la labor del joven barítono santanderino David Rubiera como el Segundo Caballero, al que “le falta un hervor”, pero que despunta ya como un buen cantante. Las muchachas flor entre malas y mediocres.

Miembros del Coro en un ensayo de la escena final de la obra, con las armaduras y la coraza de Parsifal en el suelo en primer término

El coro fue otro de los detalles negros de la noche, y no especialmente por su mala actuación. Este es el detalle más horrible de esta producción: el uso de megafonía en los coros. Parece que la mayoría de críticos musicales que hablaron del evento no notaron este truco asqueroso. Hubo uno que hablaba, en un conocido diario de tirada nacional, de “bellas sonoridades de Bayreuth”. Ya utilizaron en el Real algo parecido para que el tenor del Trovatore cantara el “Miserere” desde fuera de escena, pero emplearlo para los coros de Parsifal es algo que no tolero, que no puedo respetar.

El caso es que desde la parte central del teatro el efecto quedaba disimulado, pero desde los laterales era hasta desagradable. Hubo una función en la que me senté en un sitio en el que oía los coros como viniendo del “Paraíso” (no el Paraíso parsifaliano, sino el “gallinero”, la parte alta de las gradas, según su nombre en el Teatro Real).

Deleznable. Eso sí que era motivo para protestar, pero allí nadie parecía advertir el truco.

La labor del coro, dentro de los márgenes de juicio que me da la megafonía, fue muy regular. El coro es muy nuevo, y afrontar una de las mayores obras para coro de la historia de la música ha sido un atrevimiento. Los que cantaban en escena, los caballeros del Grial, eran fácilmente identificables: “aquí hay un tenor que desafina, aquí un bajo que grita, aquí un...” Regular.

Y luego hay que tener en cuenta la labor de la orquesta. Tuvo buenos momentos, aunque la “pirotecnia levantina” (los timbalazos, hablando en plata) desplegada por García Navarro en el templo del Grial fue abusiva. Al menos el maestro se sabe la obra y los músicos le siguieron. Olvidemos alguna pifia del metal y algún desajuste generalizado. La verdad que me lo esperaba mucho peor. Pero es que servir un buen Parsifal es tarea de muy buenos cocineros, y hay que ser muy grande para ello (“nur der ‘Eine’”, como dice Gurnemanz).

En resumen, para acabar ya, que este artículo está saliendo francamente largo, un Parsifal muy desigual. Tenemos maravillosas interpretaciones musicales (Salminen, Dean Smith,  Watson), deleznables intervenciones (Baltsa, Korn, Welker), mediocridades (la puesta en escena, el coro) y otras que es más prudente no clasificar del todo bajo una palabra (Plácido Domingo y la orquesta). Una de cal y otra de arena.

En conjunto, la función del día 11 fue realmente buena, y la peor la del día 12 (con la Baltsa y sin Salminen).

Unas funciones para recordar, porque sólo el Salvador sabe cuándo volverá a ver Madrid otro Parsifal.

Cartel anunciando la representación de Parsifal del día 1 de enero de 1914, estreno de la obra en el Teatro Real, treinta años después de la muerte de Wagner