Alan
Titus (Wotan), Ángel Ódena (Donner), Joan Cabero (Froh),
Hans-Jörg Weinschenk (Loge), Stephen Milling (Fasolt), Jyrki
Korhonen (Fafner), Hartmut Welker (Alberich), Robert Wörle
(Mime), Elena Zaremba (Fricka), Gwynne Geyer (Freia), Hanna Schwarz
(Erda), María Rey-Joly (Woglinde), Itxaro Mentxaka (Wellgunde),
Andrea Böning (Flosshilde). Orquesta Sinfónica de Madrid.
Escenografía: Wolfgang Gussmann. Figurines: Wolfgang Gussmann/Frauke
Schernau. Dir. escena: Willy Decker. Dir. musical: Peter Schneider.
Coproducción del Teatro Real y la Sächsische Staatsoper
Dresden Semperoper.
El Teatro Real presentó por fin la ansiada Tetralogía,
que continuará la próxima temporada con La Walkyria
y finalizará en la temporada 2003-04 con Sigfrido y El Ocaso
de los Dioses. Se anuncia como una coproducción del Teatro
Real y la Semperoper de Dresde, aunque parece que en el estreno
dresdense no se mencionó al Real por ninguna parte.
El
afamado Willy Decker, triunfador en la primera temporada del renacido
Teatro Real con un deslumbrante Peter Grimes, cubre el escenario
con dieciséis omnipresentes filas ondulantes de butacas y
un reducido escenario. La gran comedia del mundo (el tono general
de la visión de Decker es de comedia, en vez de drama) o
metateatro, teatro dentro del teatro. Aunque se consiguen algunos
efectos visualmente atractivos en la Primera Escena, con ayuda de
una inteligente iluminación, o durante la transformación
de Alberich en dragón en la Tercera, el continuo deambular
de los personajes entre las butacas y los saltos sobre las mismas
llega a cansar al espectador, además de resultar muy molesto
para los cantantes, que ven convertida su actuación en una
suerte de prueba olímpica, 110 metros butacas, con peligro
para su integridad física. Las butacas sirven también
para que unos personajes se sienten y contemplen, como espectadores,
las evoluciones de otros personajes. Así, por ejemplo, la
primera escena es presenciada por la mismísima Erda y un
grupo de nibelungos que, en plan "hooligan", animan a
su líder Alberich en su intento de ligar con las Hijas del
Rin, o aplauden el numerito estilo Gilda que interpretan las ondinas,
convertidas poco menos que en prostitutas de un acuático
burdel del que Alberich sustrae el luminoso.
Aparte
de algunos momentos aislados, como el robo del Oro (Alberich se
lanza sobre la gran esfera dorada, que se hunde bajo su peso entre
las butacas) o el comienzo de la Tercera Escena (la caja de caudales-nevera
de Alberich y la perspectiva forzada), en mi opinión, lo
más logrado escénicamente son las escenas Segunda
y Cuarta. En la Segunda, Wotan se pasea con una maqueta del Walhall
(se parece bastante al Partenon) bajo el brazo, que exhibe orgulloso.
Unos simpáticos gigantes (sus dimensiones son cómicamente
exageradas al aparecer delante de unas montañas deliberadamente
pequeñas y el Walhall-maqueta) se quedan dormidos junto a
la fortaleza mientras los dioses maquinan arrebatarle a Alberich
el Anillo. No consigo entender porqué todo el mundo manosea
la lanza de Wotan, que incluso está a punto de ser rota en
pedazos por Alberich (¡anticipándose a Sigfrido!) poco
antes de su liberación. La acción es impedida por
Donner y Froh.
Resulta
espectacular, muy bien resuelta, la entrada de Erda en la última
Escena. Desde el proscenio, avanza hacia el centro envuelta en un
gran velo-telón negro, translúcido, que trae oscuridad
a la escena. Al final de la obra, mientras los dioses avanzan, sobre
una pasarela blanca de revista o de desfile de moda, hacia el Walhall,
ahora gigantesca construcción de aire griego clásico,
fiel reproducción de la maqueta de la Primera Escena, Erda
vuelve a entrar en el escenario arrastrando el telón, y Wotan
se gira, dando la espalda a la fortaleza y siguiendo dubitativo
con la mirada a Erda. "¡Cómo me ata el temor!
Inquietud y miedo encadenan mi juicio
Enséñeme
Erda cómo ponerles fin: ¡he de bajar junto a ella!"
había dicho minutos antes. Es, a mi modo de ver, un gesto
de gran plasticidad y respetuoso con el relato.
Otros
detalles acercan la escena al cine e incluso al cómic. Alberich
es un ser verdoso de gesto exagerado, que me recuerda a Jim Carrey
en la película La máscara. Aquí el canotier
ha sido sustituido por un tarnhelm dorado con forma de bombín
de Charlot. Loge es un progre con aire amariconado, que viste chaqueta
y bufanda y adorna su cabello con un mechón rojizo (¡hay
que ser modernos!). Sus apariciones son precedidas por el descenso
de un enorme rayo rojo (a juego con la bufanda) de estética
de tebeo. Los gigantes muestran un remoto parecido con Stan Laurel
y Oliver Hardy, aunque aquí son el gordo (Fasolt) y el más
gordo (Fafner). Por supuesto, Wotan, Fricka y Freia visten guardapolvo
reglamentario.
Los
cambios de escena se realizan a telón bajado, lo que aprovecha
la parte impresentable del público (muy numerosa) para charlar
durante los interludios orquestales, comentar la escenografía,
la ausencia de melodía, alabar a Puccini, etc. En definitiva,
comportamientos a la altura de la educación musical del país.
La
dirección musical de Peter Schneider puede calificarse de
monótonamente correcta = soporífera. El abajo firmante
ha podido presenciar dos representaciones, los días 1 y 4
de Junio, constatando una leve mejoría. El Preludio, muy
tosido por el tuberculoso público madrileño, fue de
una sosería intolerable. No había agua, ni amanecer,
ni nada. El descenso al Nibelheim, que adoleció de falta
de tensión el día 1, resultó bastante mejor
el 4. Quizá lo más conseguido por la batuta sea la
entrada de los dioses en el Walhall. No recuerdo un solo pasaje
malo, pero tampoco ninguno memorable, y sí una constante
sensación de aburrimiento. La orquesta wagneriana: ese instrumento
que hace posible la vastísima y pujante voluntad del poeta,
ese barco dominador y seguro conductor de las corrientes infinitas
de la armonía, según palabras del propio Wagner en
Ópera y Drama. Pues eso, ¿qué fue de la orquesta
wagneriana? La Orquesta Sinfónica de Madrid se desempeñó
con su nivel habitual de solvencia, aunque, como casi siempre, se
echa de menos algo más de soltura, flexibilidad, de "fantasía".
Parecen tocar con cierto agarrotamiento, como si estuvieran más
preocupados por solventar las dificultades técnicas que de
interpretar, expresar.
En
lo vocal tampoco se superó, salvo alguna que otra excepción
en los papeles menores, la mera corrección. Para este firmante
las voces de más entidad de entre tan homogéneo elenco
fueron el joven bajo danés Stephen Milling, imponente Fasolt,
la mezzo rusa Elena Zaremba, convincente Fricka cuya voz me recuerda
remotamente a la gran Elena Obraztsova y una veterana Hanna Schwarz,
Erda ideal una vez que consigue resolver unos leves problemas de
afinación al comienzo de su escena. Destacable también
la Freia de Gwynne Geyer, soprano norteamericana especializada en
heroínas checas (Rusalka, Jenufa, Kat'á Kabanová,
).
Mal
asunto si se tiene en cuenta que El Oro del Rin reposa en lo canoro
sobre Wotan, Alberich y Loge. Oyendo a Alan Titus uno piensa que
este Wotan obtuvo la sabiduría a cambio de la laringe, y
que lo del parche es para disimular. Afortunadamente el Wotan de
Bayreuth va sacando la voz a medida que avanza la representación
y, aunque son contados, en algunos momentos podemos disfrutar de
una voz grata, de buena línea y potencia suficiente. De todos
modos Titus parece cantar y actuar contagiado del espíritu
de la batuta, y lo canta todo igual, sin apenas matices, y no desprende
respetabilidad, autoridad; es uno más de esta ralea de diosecillos
humanos, demasiado humanos.
Hartmut
Werker, Alberich en Bayreuth este verano, Klingsor en las dos últimas
temporadas en el Festspielhaus y en el Parsifal del Teatro Real,
fue el triunfador de la velada. Su trabajo en escena es ciertamente
meritorio, brillante por momentos, pero su feo vibrato llega a hacerse
insoportable. Entre él y las tres deficientes ondinas (María
Rey-Joly, Itzaro Mentxaka y Andrea Bönig), con la ayuda del
anodino Schneider, arruinaron toda la Escena del Rin.
Poco
más que correctos el Fafner de Jyrki Korhonen y el Mime de
Robert Wörle, a quien quizá cabría pedir más
intención. Lo más flojo del reparto (junto a los simplemente
cumplidores Ángel Ódena y Joan Cabero, Donner y Froh,
respectivamente) fue el Loge decepcionante del veterano Hans-Jörg
Weinschenk, discípulo de Josef Traxel.
En
definitiva, una representación de nivel medio, digna, bastante
mejorable en lo musical, que permite abrigar moderadas esperanzas
sobre lo que nos depararán las futuras jornadas. Habrá
que esperar asimismo las sucesivas entregas para poder valorar con
justicia la visión de Willy Decker. Sería deseable
que, una vez concluida esta Tetralogía a plazos, el Teatro
Real hiciese un esfuerzo para ofrecer algunas representaciones del
ciclo completo, algo que parece estar entre los planes de la Ópera
de Dresde pero que imagino por estos pagos sonará a ópera-ficción.
Miguel
A. Gonzalez Barrio
Junio
2002
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