Número 276 - Zaragoza - Diciembre 2023
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POSTOPERATORIO: DIE WAlkÜRE EN VALENCIA

Die Walküre - El Wagner del Turia, o «saberlo bien gastar»

Dirección musical: Zubin Mehta. Dirección de escena: Carlos Padrissa. Siegmund: Peter Seiffert. Hunding: Matti Salminen / Stephen Milling. Wotan: Juha Uusitalo. Sieglinde: Petra Maria Schnitzer. Brünnhilde: Jennifer Wilson. Fricka: Anna Larsson. Gerhilde: Bernadette Flaitz. Ortlinde: Helen Huse Ralston. Waltraute: Pilar Vázquez. Schwertleite: Christa Mayer. Helmwige: Eugenia Bethencourt. Siegrune: Heike Grötzinger. Grimgerde: Manuela Bress. Rossweisse: Hannah Esther Minutillo. Orquestra de la Comunitat Valenciana. Palau de les Arts, Valencia. Sábado, 5 de mayo de 2007.

            El que escribe estas líneas quedó sorprendido e impresionado por el altísimo nivel de lo visto y oído en el recién estrenado Palau de les Arts de Valencia, y tanto es así que no le duelen prendas en declarar que, hoy por hoy, es éste el mejor teatro de ópera de España. Un coliseo operístico se ha de valorar, en primer lugar, por la calidad de sus cuerpos estables, es decir, su orquesta y su coro. Sobre este último no puedo opinar, pero he de decir que aquélla, joven y entusiasta, reunida y conjuntada con todo cuidado por el maestro Lorin Maazel, es la mejor orquesta de foso que se puede escuchar ―de nuevo es importante recalcar el adverbio: «hoy»― en todo el país. Y en un conjunto orquestal que hace poco más de un año no existía, este hecho resulta admirable, y dice mucho de la pasión e ilusión con que estos jóvenes músicos han afrontado el proyecto, y del trabajo esmerado de su director musical y del maestro Zubin Mehta, estrecho colaborador de la nueva formación.

No hay que hacer gran esfuerzo de imaginación para adivinar la causa del milagro, y resulta conveniente expresarlo con sencillez echando mano de aquellos versos famosos del señor de Quevedo: «Poderoso caballero / es don Dinero.» Los logros enormes del Palau de les Arts como empresa artística se deben primordialmente a la fortísima inversión económica del ayuntamiento de la ciudad de Valencia y de la Generalidad Valenciana, y en términos estrictamente estéticos, por contenido y continente, el resultado es deslumbrante.

En primer lugar, hay que decir que el edificio ideado por Santiago Calatrava para albergar el nuevo teatro de ópera de Valencia, enclavado en la cuenca seca del viejo Turia, posee un exterior bellísimo, en verdad armonioso y sugerente. La sala principal es, por desgracia, otra historia: de un lado, los tubos de neón que la alumbran y los colores de paredes y mobiliario ―blanco, azul eléctrico, añil―, y los materiales de que se componen ―hormigón, azulejos, tapizados de piel―, se me antojan fríos; de otro, tanto la rara acústica como los inadmisibles impedimentos visuales ―¡una sala en herradura en pleno siglo XXI!―, me hacen preguntarme si el logro de una estética externa soberbia justifica una deficiencia funcional semejante. En primer lugar, feo o bonito, un teatro de ópera debe servir dos propósitos: que el público vea bien y que el público oiga bien. Lo primero, en el caso de este teatro, depende de la localidad: desde la parte alta la acústica es aceptable o buena, pero desde el patio resulta lamentable que no se escuchen bien las voces si los cantantes se sitúan pasado el arco proscenio. Lo segundo es un asunto directamente escandaloso: los laterales son por completo perpendiculares al escenario, por lo que la visibilidad de todas sus localidades es muy reducida, y llegan a existir localidades absolutamente ciegas. El teatro en herradura a la italiana, que fue el modelo generalizado de los viejos teatros de la Ilustración, resulta hoy del todo inconveniente y obsoleto.

Por otra parte, me cuentan que la programación inaugural, plagada de grandes talentos vocales, ha sido sobresaliente, y a juzgar por la extraordinaria Walkyria a la que tuve el privilegio de asistir, las alabanzas no son vanas o interesadas.

Si tuviera que adjetivar la parte musical del evento con un solo término, éste sería sencillamente «espectacular». Y esta connotación resulta más profunda de lo que en un principio pueda parecer. Me explico. El maestro Mehta, del que nunca he sido gran partidario, no es de ninguna manera un director profundo. Su lectura de la obra es más bien epidérmica, sin ahondar en modo alguno en las simas que la tetralogía ofrece, e incluso podría traer a mi memoria un cierto número de pasajes musicales decaídos o medio muertos. Pero el sonido que ofrece es de una grandeza tan apabullante y monumental, y uno siente con tal entusiasmo la belleza tan terrible y arrebatadora de la música, que llega a olvidarse de lo ligero o superficial de la versión. Y en esto reside, por un lado, la espectacularidad de lo oído en Valencia, pero la velada se completó además con la elección de un elenco difícilmente mejorable en términos estrictamente vocales, y que se adecua como un guante al concepto de Mehta: pídanseles a estos cantantes más matices, más implicación psicológica, pero no mayores esfuerzos musicales.

Me cuesta ―o me es directamente imposible― pensar en una soprano dramática desde Birgit Nilsson que cante ―que no chille, ni ladre, ni muja, ni bale― la dificilísima línea vocal de Brünnhilde con semejante legato y buen gusto, que alcance y mantenga los olímpicos agudos con una facilidad tan insultante, que realice con éxito los complicados reguladores, y que posea además una voz cálida y bien timbrada, como esta Jennifer Wilson que se presentó en Valencia. Sus bravos Hojotohos de entrada ―ya saben, ascensos al si natural 4 y al do sobreagudo 5, mantenidos, más los tremendos saltos de octava― fueron de antología; yo no daba crédito. Estuvo espléndida en todas sus intervenciones durante el segundo acto, aunque al «anuncio de la muerte» pareciera llegar fatigada. Pero sólo era apariencia: en el tercer acto deslumbró y conmovió. Apunten el nombre y preparen sus viajes: está previsto que la Wilson regrese a Valencia para encarnar el mismo personaje en las dos restantes jornadas del Anillo.

El Wotan más estáticamente poderoso que activamente autoritario del finlandés Juha Uusitalo impresionó por el caudal de su voz y su inagotable resistencia: afrontó la despedida final del dios con la frescura vocal de quien acaba de salir al escenario. Sin problemas de tesitura ―al ser más barítono que bajo su registro agudo es solidísimo, pero alcanza los graves sin particular dificultad―, nos regaló un Wotan que por potencia y cualidades dramáticas ―limitadas― compararía sin dudarlo con el de Sigurd Björling.

A la pareja ―sentimental y artística― formada por Peter Seiffert y Petra Maria Schnitzer no la recuerdo tan acertada. Es más, a ella siempre la he tachado de haber hecho carrera adherida al relumbrón de la valía artística de su marido. Estuvo aquí magnífica, ofreciendo lo mejor de su voz ―destemplada las más veces― y de su entrega al personaje. Pero los laureles se los lleva Seiffert, un Siegmund en la línea de los tenores líricos que últimamente se atreven con el papel ―véase el honestísimo Robert Dean Smith―, que si bien no alcanzó a transmitir del todo el sufrimiento y abnegación heroica del welsungo, sí ofreció un adecuado e intenso canto legato, de una enorme belleza, y un torrente vocal asombroso. Renuncia a la sucia estratagema de engolar la voz para hacerla parecer más oscura y baritonal de lo que es ―súfrase a Endrik Wottrich―, por lo que los graves suenan escasos, pero naturales. Sin embargo, lo que hizo con el contenido vocal es mucho más de lo que se le puede pedir a cualquiera: tras derrochar facultades en dos larguísimas y espectaculares llamadas al padre, «Wälse! Wälse!», concluyó el primer acto con un espléndido la agudo, y en el resto de su participación prosiguió como si no hubiera hecho nada. Pero ya digo, lo importante no es lo espectacular de su gran voz, sino la exquisitez y la técnica depuradísima con la que bordó todas sus frases, especialmente en su emocionante segundo acto.

Del resto del reparto queda comentar la Fricka de medios oscuros y potentes de Anna Larsson, y la intervención de alguien a quien todos nosotros veneramos, el ya legendario Matti Salminen, el gigante de Turkku, que compuso un Hunding amenazador y espléndidamente cantado, pese a todos los años que cargan ya en sus espaldas.

Apuntemos también que las ocho walkyrias se eligieron, evidentemente, por los enormes volúmenes de sus voces.

Y si no fuera suficiente haber presenciado un milagro musical, la velada se redondeó con la imaginativa y bien resuelta producción de La Fura dels Baus, que con doce pantallas de gran resolución lograron unas imágenes efectistas que sirvieron de fondo para toda la obra. Parece ser que Carlus Padrissa, director de La Fura, convino con Mehta el que la producción no se desviara lo más mínimo del texto de Wagner y que recurriera al mito como referencia conceptual. El bosque ―¡verde al fin!―, el fresno de la casa de Hunding, el collado del segundo acto, la roca de las walkyrias, todo estaba allí sugerido o figurado por las imágenes informáticas, y resultaría difícil comentarlas todas. Como apuntes podría destacar el final del primer acto, donde el libreto prescribe que de improviso se abra de par en par el portón de la casa de Hunding, penetrando por él la luz de la luna e iluminando a los hermanos-amantes; en esta producción, la mitad de las pantallas se abre hacia la derecha y aparece una proyección de la luna, mientras el árbol virtual que ha servido como fondo, y que con su iluminación y cambios externos ha ido comentando la acción, se cubre con los nombres de Siegmund y Sieglinde. En la primera escena del segundo acto, que muchas producciones han situado en alguna sala del Walhall, como marco «doméstico» de las conversaciones entre Wotan, Brünnhilde y Fricka, fue trasladado mediante un vuelo visual a las estrellas: las pantallas muestran un escenario terrestre del que progresivamente se asciende, viendo alejarse el planeta, hasta que Wotan y Fricka quedan en medio de una vista celeste verdaderamente bella.

Los dioses y las walkyrias se mueven en la plataforma de unos brazos articulados movidos por dos figurantes, muy en el estilo de La Fura, y pueden situarse a varios metros por encima de la escena, o incluso directamente sobrevolando el foso de la orquesta (1). Estos brazos figuran como los caballos voladores de las walkyrias y de Wotan.

Las escenas finales del segundo acto están presididas por un conjunto de piezas metálicas de enormes dimensiones que yacen esparcidas por el suelo: al entablar combate Hunding y Siegmund, se van elevando poco a poco, formando una especie de móvil del que cuelgan algunos figurantes. Ya en el tercer acto encontramos otro número acrobático marca de la casa: la cabalgata de las walkyrias tiene como decorado una enorme esfera que pende sobre el escenario y oscila de lado a lado; a ella están agarrados multitud de figurantes que la hacen a la vez girar sobre sí misma. No creo que ninguna de las dos escenas aporte nada de particular ―aparte del ruido molesto que hace el móvil de lata al levantarse del suelo―, pero alguna concesión se tenía que hacer a las habituales prácticas del grupo teatral catalán.

El vestuario estaba diseñado, en el caso de dioses y walkyrias, en una línea más bien futurista, como de La guerra de las galaxias, mientras que los welsungos y Hunding parecían salidos de la película En busca del fuego, cubiertos de pieles y con los cabellos enmarañados en greñas de aspecto prehistórico.

En definitiva, la puesta en escena fue, pese a todo, satisfactoria, logrando escenas de gran impacto y acierto, y la mayoría bastante de acuerdo con el concepto wagneriano. Quizá no es muy profunda, quizá contiene algunos detalles infantiloides, pero resulta muy efectista en cualquier caso. Tendrán oportunidad de analizarla por ustedes mismos: se ha anunciado ya la filmación de este Anillo, que será próximamente comercializado.

Sólo queda ahora esperar las jornadas restantes. El que firma procurará no perderse los próximos Sigfrido y Ocaso de los dioses en temporadas consecutivas, para los que ―dicen― ya se han hecho audiciones a más de veinte tenores para el papel protagonista. El listón está, ciertamente, muy alto y no se quiere fallar con el resto. Si los hados se conjuran de nuevo, estaremos ante la mejor presentación de la gran obra wagneriana que ha visto nuestro país, una ocasión histórica en todos los sentidos. Si además el Palau sigue recibiendo la inyección económica con la que ha despuntado y logra mantener el nivel soberbio de esta temporada inaugural, aún quedará alguna esperanza operística en nuestra pobre España.

 

(1) Este mismo efecto fue utilizado en anteriores montajes de La Fura, como la fallida Flauta mágica poco mozartiana que pudo verse en el Teatro Real de Madrid. La Reina de la Noche, durante su aria del primer acto, tenía que cantar suspendida en el aire a varios metros por encima de los músicos, que miraban de reojo con desconfianza. De todas formas, aparte del montaje anticanoro y acrobático de aquella ocasión, la culpa del fracaso se debió en primer lugar a la decisión deleznable de sustituir los diálogos hablados del Singspiel de Schikaneder por una recitación en off ―en la voz magnífica de Lola Dueñas― de unos versos incomprensibles e inconvenientes del poetastro Rafael Argullol.

 

© José Alberto Pérez

Junio 2007