Madrid,
23 y 26 de junio y 4 de Julio de 2002. Teatro Real. R. Wagner: Tannhäuser
(versión de Dresde). Dirección escénica de Harry Kupfer; escenografía
de Hans Schavernoch, con figurines de Buki Shiff (producción invitada
de la Deutsche Staatsoper Berlin). Johann Tilli (Landgrave Hermann);
Robert Gambill (Tannhäuser); Andreas Schmidt (Wolfram von Eschenbach);
Stephan Rügamer (Walther von der Vogelweide); Hanno Müller-Brachmann
(Biterolf); Andreas Schmidt (Heinrich der Schreiber); Gerd Wolf
(Reinmar von Zweter); Angela Denoke, (Elisabeth/Venus); Daniela
Bruera (joven pasto); Birgit Siebart, Regina Köstler, Ilona Ehlert
y Maria-Elisabeth Weiler (pajes). Coro de la Deutsche Staatsoper
Berlin. Staatskapelle Berlin. Daniel Barenboim, director musical.
Por
tercer año consecutivo (¡y que no decaiga!) compareció Daniel Barenboim
en el madrileño Teatro Real, fiel a su cita con el Festival de
Verano. Pese a los problemas de financiación y la abierta protesta
de algún que otro crítico ante el monopolio del director argentino
y su compañía berlinesa, parece que el Festival, bien recibido por
el público, tendrá continuación la temporada próxima.
La
producción de Tannhäuser de Harry Kupfer, a excepción del
Segundo Acto, que quizá destaca sólo por las ‘malas compañías’ que
lo rodean, es fea y cutre, en las antípodas de la gran ópera romántica.
En el Primer Acto, el Venusberg es un especie de almacén medio abandonado,
en el que dominan el gris y el blanco. Inmóviles figurantes simulan
níveas estatuas, que suben y bajan y se desplazan, precedidas y
acompañadas de un ruido infernal y muy molesto, montadas en plataformas
móviles y en piano, del que en seguida hablaré. Para captar algún
detalle de esta ‘alegoría del desenfreno’ hay que ser muy despabilado
o presenciar varias funciones, pues todo se sucede vertiginosamente.
Del subsuelo emerge (más ruido) un mazacote blanco, con silueta
de piano de cola (y, por qué no, de arpa gigante tumbada) que hace
las veces de cama sobre el que tienen lugar los juegos natatorios
(¿o son amatorios?) de Tannhäuser y Venus.
El
cambio de escena, del Venusberg al valle donde se alza el Wartburg,
está resuelto con una pobreza de ideas que resulta casi ofensiva.
Venus se marcha por su pie y con aire altivo; el gris almacén es
disimulado torpemente proyectando una tenue luz verde sobre el suelo,
al tiempo que los servidores del Landgrave extienden una gran alfombra
de campaña heptagonal con decoración floral. Sobre el heptágono
colocan unas cuantas sillas de tijera. No contentos con mofarse
de los símbolos y de los personajes, ahora parece que está también
de moda en las producciones modernas superponer a la música ruidos
escénicos tan variados como innecesarios. Si en el reciente Oro
del Rin (ver número de Junio de Wagnermanía) los “hooligungos”
aplaudían en la Primera Escena, en este Tannhäuser la comitiva
de caza del Landgrave se dedica a corretear sobre una pasarela metálica
situada en el foro, añadiendo una inesperada sección de percusión,
no prevista por la partitura, pero cuya presencia no puede pasar
desapercibida, al tocar siempre en ff.
El
Segundo Acto es más presentable. La gran sala del Wartburg (la grada
recuerda sospechosamente a la empleada para dar vida a la Iglesia
de San Juan en la producción de Kupfer de Meistersinger que
tuvimos oportunidad de presenciar el pasado Festival de Verano)
parece un auditorio o un cine. En el centro de la sala hay un gran
piano de cola, materialización del mazacote-lecho de Venus del Primer
Acto. A su alrededor tiene lugar el torneo de canto y finalmente
servirá de ‘balsa’ para Tannhäuser y Elisabeth, rodeados por la
multitud. El colorista vestuario de los invitados es un ejemplo
de reciclado inteligente: los personajes parecen sacados de diversas
óperas aunque, eso sí, reinan la elegancia y el buen gusto, que
sólo resulta alterado por el tocado de los coperos, que asemejaba
una botella de champaña. También en este acto se aprecian interesantes
detalles en la dirección de actores. Involuntariamente la caracterización
de algunos personajes incita en este firmante algunas asociaciones
ciertamente cómicas. Así Tannhäuser, con ese chaquetón y el pelo
recogido en coleta, se da un aire a Steven Seagal que mueve a la
sonrisa. Por fortuna su violencia es sólo verbal y no reparte mamporros.
Walther von der Vogelweide entra en la sala con peinado a lo David
Bisbal, saludando alegremente a las masas, especialmente a las señoras.
El día del estreno (el 23), al mover la grada para despejar el camino
hasta el foro, por donde debe salir Tannhäuser camino de Roma (¿no
podía salir por la puerta de la sala, por donde entraron él y todos
los demás?), ésta se enganchó con un lateral del proscenio (más
ruido), provocando conmoción entre los miembros del coro, que miraban
asustados a sus espaldas, y poniendo a vibrar gran parte de decorado.
Si Kupfer hubiera querido poner en escena un terremoto no podría
hacerlo mejor. En las funciones restantes calcularon mejor las distancias
y el camino a Roma (figura sedente del Papa al fondo, ante la que
cae tendido Tannhäuser) se despejó con suavidad.
El
Tercer Acto nos devuelve a la estética del Primero, con amplios
espacios vacíos, ahora débilmente iluminados, y con dominio del
gris y el blanco pálido (¿atardecer otoñal?). Con un sencillo efecto
de luminotecnia se consigue aquí un resultado de gran plasticidad:
Elisabeth, Wolfram y Tannhäuser aparecen envueltos en un globo de
luz blanca, lo que destaca sus figuras sobre la tenue luz del suelo
y las dota de un halo casi místico. Los peregrinos aparecen en ascensor
(más ruido), sentados sobre sus maletas, en una puesta en práctica
de la clásica escena de estación. El tren llegó puntual, pero Tannhäuser
no vino en él. Siempre nos quedará París…El final es, a la vez,
pretencioso puerilmente efectista y vacío, un monumento al ego del
señor Kupfer. Muerto Tannhäuser, sopla un fuerte viento desde un
lateral, viento purificador que barre a los mediocres e intolerantes,
a los que rechazaron a Tannhäuser, al tiempo que una gran cristalera-espejo
gira para colocarse de frente al público, para que éste pueda verse
reflejado. ¿Lo cogen?
El
equipo vocal fue discreto, aunque en general no estorbó y se integró
bien en un concepto coral y de conjunto. Angela Denoke (Venus y
Elisabeth) es una joven soprano de buena presencia escénica, pese
a desplegar un limitado repertorio de gestos y poses. Su afinación
es dudosa en ocasiones y en la zona alta se muestra muy tirante,
bordeando e incluso cruzando la frontera del grito. Inesperadamente,
me gustó más como Venus que como Elisabeth, papel este último en
el que impera el canto puro, y en que salen a relucir los defectos
de la cantante. Por ejemplo, en la plegaria del Tercer Acto la voz
suena casi blanca, sin color definido, el apoyo es inestable y la
afinación deficiente en algunas frases. Tampoco resultó muy convincente
su “Dich teure Halle”, el gran aria de salida del Segundo Acto.
La Denoke consigue reflejar aquí con el gesto y los movimientos
en escena la juventud y la ilusión recobrada, pero la voz no acompaña
con brillantez. Tuvo su mejor momento al final del Segundo Acto,
después del torneo de canto, cuando sale en defensa de Tannhäuser
(“Zuruck von ihm!”). De aquí a la conclusión del acto el conjunto
rozó la perfección.
Robert
Gambill es un tenor lírico metido en papeles de spinto cuando
no directamente de tenor dramático. Hasta hace escasamente siete
años frecuentaba el repertorio mozartiano y rossiniano, pero como
otros muchos antes que él, decidió dar el salto para ocupar un ‘nicho’
prácticamente deshabitado. Así ahora puede vérsele paseando por
teatros de medio mundo Tannhäuser, Max (de Der Freischütz),
Oberon, Florestan, Parsifal o Siegmund. La voz, no desagradable,
ha ensanchado a costa de situarse casi permanentemente en la gola.
El fraseo es paupérrimo, y en los momentos en que se requiere empuje,
la voz queda corta. Pasa bastantes apuros al final del Segundo Acto,
con unos “Erbarm dich mein” deslucidos y frases entrecortadas, con
signos evidentes de cansancio. Se vino arriba en el Tercer Acto,
con una meritoria narración de Roma, en la que voz de Gambill sonó
más natural, con la suficiente oscuridad y sin engolamientos.
Sorprendió
muy negativamente Andreas Schmidt, con alarmantes síntomas de decadencia
vocal. Muy fatigado, con problemas insalvables por arriba, sólo
sus dotes como liederista consiguieron maquillar una actuación
muy mediocre, impropia en un cantante de su talla, salvando como
pudo el bellísimo “O du, mein holder Abendstern” del Tercer Acto.
Del
resto del elenco, sólo destacaría el excelente Biterolf de Hanno-Müller
Brachmann. Johann Tilli fue un Landgrave insuficiente, con buena
presencia pero vocalmente tosco y carente de empaque. Eficaz sin
más Stephan Rügamer com o Walther von der Vogelweide.
Estuvo
bien el Coro, movido con soltura en el Segundo Acto. Pero este firmante
no exageraría el elogio: las sopranos son un pelín gritonas y los
bajos pasan desapercibidos.
Magnífica
la dirección de Daniel Barenboim, que ofreció una lectura diáfana,
de gran claridad expositiva, con momentos de gran belleza, como
el final del Segundo Acto. Y conste que quien esto escribe no es
barenboimiano militante. Junto con Tristan, éste es
sin duda su mejor Wagner. Quizá pueda echarse en falta en algunos
momentos una menor contención, más apasionamiento. En Baremboin
da la sensación de que el cerebro está controlando en todo momento
al corazón. No sería de extrañar, comparando con la grabación, que
algo tenga que ver con esto el reparto de estas funciones, al que
había que llevar con mimo en ocasiones. Como nota curiosa, decir
que el día del estreno y en la última función, el público madrileño
aplaudió ruidosamente al finalizar la Obertura, obligando al maestro
a saludar bajo los focos y a poner en pie a la orquesta.
En
definitiva, un Tannhäuser que se ‘oye’ con agrado (el elemento visual
es más discutible), que funciona sobre todo como conjunto, pero
en el que poco hay destacable fuera de la dirección orquestal.
Miguel
A. González Barrio
Julio
2002
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