Número 276 - Zaragoza - Diciembre 2023
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POSTOPERATORIO: LOHENGRIN EN PARÍS

Lohengrin parisién

Richard Wagner, Lohengrin. Jan-Hendrik Rootering (Heinrich), Mireille Dellunsch (Elsa), Waltraud Meier (Ortrud), Ben Heppner (Lohengrin), Jean-Philippe Lafont (Telramund), Evgeni Nikitin (Heraldo). Orquesta y Coro de la Ópera Nacional de París. Dirección musical: Michael Gütter. Dirección escénica: Robert Carsen. Decorados y vestuario: Paul Steinberg. Iluminación: Dominique Bruguière. Dirección del coro: Peter Burian. Teatro de la Bastilla, sábado 2 de junio de 2007.

             Lo que se pudo ver el mes pasado en la Ópera de París atestigua el excelente nivel actual de la compañía y la solidez de los espectáculos que, por término medio, se ofrecen al público francés en la capital de la República. Si se conjunta un gran reparto con una buena producción escénica, y se sirve en un teatro donde los cuerpos estables ―orquesta y coro― son de primerísima calidad, lo lógico es que el resultado sea sobresaliente. Y, desde luego, lo fue.

            En primer lugar, el triunfo de la noche pertenece, sin lugar a dudas, al soberbio talento de dos artistas singulares: Waltraud Meier y Ben Heppner. La primera, la gran mezzo de Würzburg, volvió a sobrecogernos con su imponente Ortrud, de apabullante presencia escénica y, pese a que los años no perdonan y la voz se resienta y fatigue en algunos pasajes, de enorme intensidad vocal. Su recreación del complejo personaje ―una reelaboración de la Lady Macbeth shakespeariana― es cada vez más rica en matices. El segundo, repuesto del bache vocal que le forzó a cancelar en diciembre de 2006 sus recitales en Madrid ―¡a mitad de la primera parte!― y Bilbao, y que muchos vieron como el comienzo del declive definitivo del gran heroico canadiense, ofreció en Bastilla un Lohengrin de antología, magníficamente interpretado y cantado ―pianísimos delicados, reguladores antológicos, soberbia línea de canto―, sin aparente esfuerzo. Los dos robaron, como digo, la función, recibiendo sendas ovaciones de gala ―particularmente Meier―, convirtiendo la noche en un acontecimiento de enormes proporciones.

            Del resto del reparto cabe mencionar el sólido y poderoso, aunque algo avejentado, Telramund de Jean-Philippe Lafont, y la Elsa de Mireille Dellunsch, de personalísima voz, quizá incisiva y acerada en exceso, pero que compuso un atormentadísimo personaje. El Heraldo potente de Evgeni Nikitin viene a consolidar la interesante carrera de este joven barítono (más que barítono-bajo, como él se anuncia) ruso procedente de la compañía del Mariinski de San Petersburgo, y a quien pudimos escuchar como el Viandante en el Sigfrido veraniego del pasado Festival de San Lorenzo de El Escorial (1). El lunar del reparto fue el rey Enrique sin entidad ―¡ni voz!― del mastodóntico Rootering, cuyas carnosidades apenas le dejan ya moverse por el escenario; una lástima que la voz sea, a estas alturas, raquítica y destimbrada. 

            La dirección musical corrió ―por accidente― a cargo del dresdense Michael Gütter, que sólo iba a dirigir la función del día 8 y que acabó dirigiendo toda la serie, como sustituto del indispuesto Gergiev, cuya ausencia nos privó en cierta medida de experimentar el interesante Wagner à la russe que se anticipaba. La dirección de Gütter fue solvente en toda la función, sin grandes alardes y momentos de gran calidad cuando se requieren grandes densidades musicales, como el final del segundo acto, donde además el coro demostró ser en verdad soberbio ―¡más de un centenar de voces sobre el anchísimo escenario de la magnífica sala de la Bastilla!―.  

            La puesta en escena de Robert Carsen no era nueva en París, y quizá no sea su mejor trabajo. Pero entiéndaseme bien, ocurre tan sólo que no alcanza a las cotas alpinas que escaló, por ejemplo, con la producción de Diálogos de carmelitas que presentó en el Teatro Real de Madrid, laureada como mejor producción vista en España en el año 2006 en los recientes premios líricos del Teatro Campoamor de Oviedo, una de las puestas en escena más imaginativas y prodigiosas que he tenido el privilegio de atestiguar en mi vida. Pero de cualquier manera este Lohengrin fue una propuesta, cuando menos, interesante.

            Lo que más me impactó del asunto fue la idea de prolongar la acción de la obra más allá de los límites de la música, prescindiendo de telón y ordenando que los personajes permanezcan en escena durante largo tiempo entre los actos. Al entrar en la sala al comienzo de la función, ya se veía a los miembros del coro caracterizados deambulando por el escenario. Al acabar el primer acto, Ortrud y Telramund permanecen solos durante unos minutos, y cuando uno regresa del descanso, ya están allí, sentados junto al fuego, de manera que se tiene la sensación de que el drama es mucho más real, más cercano, que no concluye o comienza a una señal de la batuta del director, sino que se prolonga en la propia vivencia del espectador. Un monumental coup de théâtre.

La relación entre Telramund y Ortrud era aquí la de un matrimonio que se quiere genuinamente ―ambos quedaban arrobados en mutua contemplación en diversos momentos―, idea que nunca había visto realizada en escena y que, al menos, es original; la relación de dominación ya no es sólo sexual, como queda implícito en los personajes y como se desarrolla en muchas producciones, sino que se prolonga hacia el plano puramente emocional: si Ortrud no llegamos a saber si ama de verdad a su marido ―aparentemente sí, nos dice Carsen―, éste claramente la adora y admira.

 El manejo de masas, tan problemático en esta obra, quedó resuelto de la mejor manera posible dentro de los presupuestos artísticos de la producción: decorado único y estático, una nave de cemento medio derruida con un fondo mutable. La acción quedaba, en cierto modo, encasillada entre las paredes grises, quizá reflejando lo opresivo del dilema de Elsa y la rigidez de la difícil corte ducal de Brabante. El fondo de la escena se cerraba mediante dos pesadas puertas de hormigón falso, que se reabrían en la llegada y partida de Lohengrin, dejando a la vista una porción del Escalda sobre el que flota el cisne, y que estaba rodeada de árboles tupidos, como en una producción realista. Lohengrin viste de armadura y capa blanca en los actos primero y tercero, y de traje y corbata en el segundo: es como si el caballero del cisne fuera, con sus armas y diorama tradicional, parte de un mundo ya extinguido. El vestuario del resto de personajes se encuadraba más bien en el siglo XIX, con el consabido blanco para Elsa, y colores oscuros para Ortrud y Telramund; el rey iba de uniforme militar con condecoraciones y se apoyaba en un bastón. La iluminación  

            En definitiva, por el soberbio conjunto musical encabezado por Waltraud Meier y Ben Heppner, y la solvente, aunque mejorable, propuesta de Carsen, este Lohengrin es otra joya engarzada en la historia de la compañía de ópera más importante y señera de Francia, que hoy en día puede presumir de ser uno de los centros líricos más relevantes del panorama mundial. Esperemos a los Tannhäuser ―nueva producción también de Carsen, con Peter Seiffert― y Parsifal ―con la Kundry de Meier― del curso próximo.


(1) En la inesperada edición de este verano de 2007 ―me confieso sorprendido de la continuidad del Festival―, se ofrecen, entre otros eventos, un recital de Jessye Norman, la gala del concurso Operalia 2007 que dirige Plácido Domingo, y varias apariciones de la compañía del Mariinski con Valeri Gergiev: una Tercera de Mahler, unas funciones de Tosca de Puccini y de Il viaggio a Reims de Rossini, y el concierto de clausura del Festival con el Concierto para violín de Chaikovski y La consagración de la primavera  de Stravinski.

© José Alberto Pérez