Parsifal a orillas del Guadalquivir
Richard Wagner, Parsifal. Hanno Müller-Brachmann (Amfortas); Christof Fischesser (Titurel); René Pape (Gurnemanz); Burkhad Fritz (Parsifal); Jochen Schmeckenbecher (Klingsor); Michaela Schuster (Kundry); Peter-Jürgen Schmidt (Primer caballero); Yi Yang (Segundo caballero); Karen Wierzba, Katharina Kammerloher, Patrick Vogel, Peter Menzel (Cuatro escuderos); Karen Wierzba, Julia Baumeister, Simone Schröder, Anna Samuil, Carola Höhn, Katharina Kammerloher (Muchachas encantadas de Klingsor); Simone Schröder (Una voz de contralto). Coro de la Deutsche Staatsoper Unter den Linden de Berlín. Director del coro: Eberhard Friedrich. Staatskapelle Berlin. Director musical: Daniel Barenboim. Producción escénica de Bernd Eichinger. Sevilla, Teatro de la Maestranza, 16 de julio de 2005.
Tres funciones de Parsifal en el Teatro de la Maestranza han venido a costar a la Junta de Andalucía cerca de un millón y medio de euros, más o menos lo que, dicen, se dedica a financiar la temporada completa de ópera en Sevilla. ¿Escándalo? En la puerta unos jóvenes músicos del Conservatorio Superior “Manuel Castillo” de Sevilla repartían octavillas en las que se quejaban airadamente de la escasez escandalosa de fondos que se destinan a esa institución educativa ―poco más de 130.000 € anuales― que no son suficientes para asegurar espacios adecuados para el estudio de la música ―reclaman la prometida construcción de un auditorio, de cabinas de estudio y de más aulas acondicionadas― o para financiar los necesarios recursos pedagógicos ―en particular piden una biblioteca mejor, un equipo de gestión eficiente y, más importante aún, un profesorado de calidad―. Una utopía en esta infortunada España nuestra. ¿Es lícito gastar el equivalente al presupuesto anual de ópera de la capital de Andalucía en tan solo tres funciones de Parsifal?
La pregunta, desde luego, no es sencilla de responder. Por un lado, la sobresaliente calidad artística del espectáculo importado desde Berlín justificaría cualquier inversión. Por otro, si nosotros mismos no invertimos lo suficiente en formación para nuestros músicos o en programar espectáculos propios ―con coros y orquestas estables de cada teatro local―, nunca podremos soñar con alcanzar el nivel de instituciones tan sobresalientes como esta Ópera Estatal de Berlín que acaba de volver a visitar nuestro país. Quizá pretender eso, el que nuestras propias compañías alcancen ese nivel, es la utopía, aunque proyectos como los que desarrollan la Orquesta Sinfónica de Galicia o el Festival de las Palmas ―ambos, no casualmente, comenzados por Victor Pablo Pérez―, o el ascendente nivel ―relativo― de los conjuntos madrileños del Teatro Real, parecen presagiar otra cosa.
De cualquier forma, tras las cuatro visitas estivales consecutivas de los conjuntos berlineses comandados por Daniel Barenboim a Madrid ―desde 2000 a 2003 (1)―, y del homenaje que los berlineses quisieron ofrecer a las víctimas de los atentados del 11 de marzo de 2004, poniendo en atriles la Eroica de Beethoven en la Plaza Mayor de la capital, este verano han desembarcado de nuevo en España para ofrecer una serie de interpretaciones en varios lugares (2), con el colofón que supone el Parsifal que aquí reseñamos.
En la última década, Barenboim ha madurado notablemente su visión del Festival escénico sacro. Si los tempi pesados otrora se desplomaban por su propio peso, y el concepto no era del todo unitario, ahora Barenboim es perfectamente capaz de levantar el monumental edificio musical que la obra requiere. Un problema suyo, claro, es la excesiva confianza en la inspiración del momento, en la improvisación, que si a otros directores les rinde altísimos resultados, Barenboim emplea con desigual fortuna. Eventualmente encuentra frases que no vuelan a la altura debida: entonces se levanta, agita los brazos, resopla como intentando insuflar aliento vital a un pasaje que no le está saliendo como él quiere.
Esta vez su dirección me pareció inopinadamente equilibrada, con pocos o muy pocos “pasajes muertos” ―algunos en la segunda mitad del acto primero, algún detalle, discutiblemente, en el segundo―, por lo que la función voló a alturas más que notables. Como detalle puedo mencionar la positiva evolución que Barenboim ha conseguido de su habitual manera de tocar el errante preludio al tercer acto, esto es, a un tempo lentísimo, oracional, que en tiempos no sostenía tensión alguna, y que ahora ―como debe ser― recrea admirablemente el prodigioso viaje iniciático del protagonista de este drama. La calidad y concentración de la Staatskapelle de Berlín a lo largo de la función no puede calificarse más que de extraordinaria, como el depurado estilo con el que afrontan las obras de Wagner, tan queridas por el maestro argentino-israelí-español.
El reparto fue prácticamente inmejorable para la fecha. Antológico a todas luces.
Quién duda hoy de que René Pape es el mejor bajo de su generación, y uno de los ―¿seis, siete?― cantantes más distinguidos y versátiles del mundo: aborda con igual acierto papeles del repertorio alemán, francés o italiano, y canta habitualmente en todos los grandes escenarios. Debutó como Gurnemanz en Parsifal en Nueva York hace un par de años (con Gergiev, si la memoria no me falla), y desde entonces ha demostrado estar a la altura de tan importante papel. Comenzó la función arrollador, a plena voz, sin escatimar esfuerzos, pletórico. Eso le pasó factura en mitad del tercer acto, cuando la voz no corría como es debido. Su interpretación estuvo a la altura de lo esperado, y las escasas sombras que empañan su intervención se desvanecen ante lo rutilante de su creación como personaje y lo absoluto de su presencia como un cantante que, desde luego, ya ha pasado a la historia del canto.
La joven mezzo bávara Michaela Schuster es hoy una Kundry a la altura de las más grandes. Junto con la cerebral y arrolladora Violeta Urmana y el astro en glorioso crepúsculo que es Waltraud Meier, se puede decir que Schuster es una Kundry de referencia en las últimas décadas. Desde las escenas iniciales se reveló como una cantante-actriz de primer orden, alcanzando su pico expresivo en la maravillosa seducción del segundo acto. En España solamente había actuado con anterioridad en el Teatro Real, alternándose con Meier como Sieglinde en algunas funciones de La Walkyria.
El complejo y vocalmente desafiante papel del guardián del Grial fue confiado al joven bajo alemán Hanno Müller-Brachmann, habitual en la Staatsoper Unter den Linden, quien compuso un Amfortas importante. Su emisión característica tiene como particularidad la utilización matizada de sonidos fijos, quizá rédito de su participación en algunas obras de Bach ―las dos Pasiones― o Haydn ―La Creación―, y que le confiere una personalidad muy particular. El timbre es bello, y la voz se redondea con un adecuado color oscuro, más de bajo que de barítono-bajo, como él se anuncia. Ese hecho queda confirmado por sus relativos apuros en el extremo de la tesitura, encontrando difícil mantener notas altas como los abundantes Fa 3 agudos o los dos Sol 3 que Amfortas tiene que alcanza en sus dos largos monólogos. Como intérprete no se le puede reprochar nada, habiendo evolucionado casi asombrosamente desde la última vez que le vi: en el estático papel de Orestes en Elektra tal vez se tomaba demasiado al pie de la letra la dicha estaticidad (se paseaba por el escenario más tieso que un palo con la mano aferrada desesperadamente al puño de su espada). Un cantante más que prometedor, y uno de los escasísimos Amfortas de interés en nuestro día.
El tenor hamburgués Burckhard Fritz, muy poco conocido fuera de Alemania, es miembro de la compañía de la Staatsoper berlinesa desde finales de 2004, y, sin ser el tenor heroico de mis sueños, es solvente y profesional. Redondeó un gran reparto con buen hacer y tablas, y tuvo momentos muy brillantes. Si acaso su ingrata expresión corporal y sus carencias dramáticas emborronaron en cierta medida una buena interpretación.
El lírico Jochen Schmeckenbecher despachó el papel del malvado Klingsor con pulcritud y solvencia, mientras que el joven Christof Fischesser no destacó, ni para bien ni para mal, en la breve parte del viejo Titurel. Entre los grupos de muchachas encantadas y escuderos, cabe destacar la presencia de Katharina Kammerloher, otrora Octavian y Dorabella habitual en Berlín y ahora relegada a papeles muy secundarios. Carola Höhn, hace años guapa Eva, se ha quedado también para vestir santos. De todas formas no recuerdo un grupo de muchachas-flor más conjuntadas y afinadas en muchos años: entre todas, y acompañadas por un colorista Barenboim, sacaron adelante una deliciosísima escena. La voz de contralto pertenecía a Simone Schröder, quien también se ocupa este año de esa parte en Bayreuth.
De los coros se puede decir como máximo elogio que están muy por encima de cualquiera de los que campan por estas tierras ―a excepción del magistral Orfeón Donostiarra de justa proyección internacional―. Si no alcanzan el nivel de lo absoluto ―eso en Parsifal, hoy como ayer, es patrimonio del Coro del Festival de Bayreuth―, sí pueden encuadrarse entre los mejores conjuntos corales europeos.
Una pega importante que se le puede poner al Maestranza es su desangelada acústica. Sin ser un caso tan grave como el de la descomunal y desproporcionada sala del Palacio Euskalduna de Bilbao, donde todo sonido del escenario y el foso se pierde en la inmensidad de un edificio más hecho para impresionar por sus dimensiones que para albergar una temporada seria de ópera (bendito Teatro Arriaga), y donde es necesario un poco discreto sistema de megafonía (una torre de bafles pendiendo escandalosamente a ambos lados del escenario), el Maestranza no goza de una acústica adecuada. La sala, bella en su estilo modernísimo, es poco recogida y el sonido tiene que ser, como en Bilbao (y, por lo que puedo constatar, en otros muchos escenarios como ―casi de forma sutil― el del Teatro Real de Madrid), reforzado por un desafortunado sistema de altavoces, disimulados en lo alto del escenario detrás del marco de madera que lo encuadra. Las voces suenan poco naturales por su volumen excesivo y, muy cerca de los cantantes ―yo estaba en la segunda fila de butacas― tiende a producirse una miserable duplicidad: primero se escucha la voz directa, después el rebote de la megafonía. Un auténtico cáncer que pone en peligro la ópera como espectáculo, convirtiéndolo en una mera exhibición de medios luminotécnicos y sonoros sin ápice de naturalidad o autenticidad.
La discutida producción de Bernd Eichinger naufraga por lo desigual y mediocre de su presentación estética, aunque atesora buenas ideas y tiene momentos de notable calidad visual. El concepto se basa en una suerte de narración del desarrollo y decadencia de la Humanidad y su dimensión religiosa o, mejor, espiritual, en un viaje cronológico a través de su historia. Un objetivo demasiado ambicioso y un concepto no demasiado original: casi simultáneamente se estrenó en Bayreuth ―verano de 2004― la controvertida, horrenda y mal informada visión de Christoph Schlingensief con los caballeros del Grial disfrazados de indios navajos o de negritos del África tropical, como en el anuncio. Según Justo Romero, “insufrible”. Quizá lo que allí era ―¡demonios!― relativismo cultural, aquí fuera mero paseo diacrónico, pero no me resisto a ver las similitudes. Por cierto que ambos, Schlingensief y Eichinger, son directores de cine.
Sin embargo en este Parsifal se evidencia un estudio profundo de las motivaciones y mensajes que la obra postrera de Wagner presenta. Más allá de su compleja simbología cristiana y de su inspiración en las fuentes artúricas, Parsifal no es más ―¡ni menos!― que una reflexión sobre la compasión ―el Mitleid alemán, literalmente “doler con”, “condolencia”: el sentir el sufrimiento ajeno como propio― y el perdón, tan necesario para no perpetuar el conflicto y el dolor (3). Si en el Anillo Wagner se vale de la mitología germánica-escandinava para tejer un tapiz arquetípico de la ambición y la lucha por el poder, en Parsifal la simbología cristiana es otro lenguaje, otra clave encriptada para comunicar que la salvación del ser humano no está en un hombre inconsciente y violento que actúa por impulso ―Siegfried―, sino en el hombre compasivo ―Parsifal― que es capaz de sentir el sufrimiento de su semejante ―Amfortas― y de perdonar a la que vive en el error ―Kundry―. Si ambos héroes, Siegfried y Parsifal, parten de la misma inocencia primordial, el uno no aprende apenas nada ―Brünnhilde, dice, sólo ha sido capaz de enseñarle a pensar en ella― y muere en el engaño, mientras el otro ―“sapiente por compasión”― alcanza la iluminación compartiendo el sufrimiento de Amfortas, y se convierte en el redentor, en el sentido de que muestra el camino que la Humanidad debe seguir para eludir su inexorable autoaniquilación.
El empleo de proyecciones videográficas en el foro es el recurso escenográfico predominante, y uno que, dado lo avanzado de la tecnología, de habitual está bastante poco explotado (dejemos a un lado el Tristán parisino de Bill Viola y Peter Sellars, que el tiempo pondrá en su lugar, for good or ill), y que es una técnica que, empleada de forma no invasiva (la actuación de los actores-cantantes debe ser prioritaria) puede dar resultados soberbios. Ya Wieland Wagner y su ciclorama, entre otros y por poner un ejemplo en lo estrictamente wagneriano, abrieron esa vía hace más de treinta años. Ese “pintar con luz” es una cualidad que se está perdiendo, que pocos iluminadores consiguen hoy, y que es uno de los elementos que debieran ser prioritarios en una escenografía.
En este Parsifal se proyecta durante el preludio una bella panorámica de la Tierra desde el espacio tras la que poco a poco se hace visible el Sol (¿2001: A Space Odyssey de Kubrick?). Gurnemanz camina lentamente en el proscenio contemplando la sobrecogedora visión del amanecer.
Los caballeros y Gurnemanz van ataviados con lo que parecen pieles pardas. Los caballeros portan una rama seca a modo de lanza y llevan al brazo una rodela marrón sin adornos. El bosque se figura con algunos cilindros verticales que apenas parecen bases de troncos arbóreos. Kundry viste un curioso aparejo negro que asemeja al plumaje de un cuervo. Cuando aparece Parsifal, con su arco y su vestimenta de piel, nos recuerda a un indio norteamericano (no pude sino acordarme del pobre Plácido Domingo paseándose media función de Parsifal en el Liceo de Barcelona vestido de mohicano). Durante la extensa narración del cronista Gurnemanz, Klingsor se vislumbra entre los árboles, como espiando la acción, cuando a él se refiere la crónica.
Tras las escenas iniciales, la transformación de decorado del primer acto ―bosque a templo― se soluciona con una serie de diapositivas que narran la evolución de las civilizaciones humanas desde las cuevas paleolíticas hasta la época en la que se encuadra el oficio del Grial, una mezcla arbitraria de civilizaciones antiguas: en el foro, una pintura representa la Acrópolis de la antigua Atenas, mientras delante yacen medio derruidas unas columnas que podrían ser mesopotámicas. El trono dorado en el que traen abatido a Amfortas podría ser romano. Las imágenes en dicha transformación se proyectan sobre dos paneles que giran continuamente sobre su eje vertical en medio del escenario, causando un efecto realmente novedoso. Eichinger parece decirnos, en efecto, que el tiempo se convierte en espacio. Literalmente. Ya en el templo, los caballeros visten una armadura oscura con un casco que me recordó a los horrendos orcos de The Lord of the Rings de Peter Jackson. Del cielo caen lo que parecen miles de papelillos dorados que precipitan en el suelo haciendo bastante alboroto. Titurel se hace visible en el fondo, delante del telón pintado, sentado en una de esas sillas de los socorristas de las playas. Eso sí, va vestido de toga romana como su hijo, quien además sostiene sobre sus sienes unos laureles de oro a modo de corona imperial.
Un detalle que causa verdadera repulsión física es el rito de la comunión de los caballeros con el Grial. Mientras Amfortas articula su doliente monólogo, comienza a sangrar profusamente por el cuello, empapándose su túnica blanca de rojo, para finalmente extraerse con esfuerzo una informe víscera ―el corazón, supongo por lógica― que deposita en un enorme tajo de madera que unos acólitos han acercado hasta su trono. En ese tajo hay clavado verticalmente un cuchillo. El escamado espectador ya imagina en qué consistirá el ágape sagrado. Cada caballero aguarda su turno en una ordenada hilera para acercarse hasta el madero, desclavar el cuchillo, cortar de un golpe un pedazo de la víscera sanguinolenta, devolver el cuchillo a su lugar y devorar a continuación el pedazo, dejándose la boca manchada de sangre. Personalmente lo encontré excesivo, pero claro, mi opinión está afectada por mi habitual e incomprensible aprensión ante el fluir de la sangre ―admito pasar las de Caín en cualquier análisis clínico―. Bien mirado, fríamente, la extravagante escena plasma con eficacia lo horrible, lo realmente grotesco ―sin que sea mi intención herir la sensibilidad de nadie― del misterio cristiano de la transubstanciación y la comunión de los fieles con el cuerpo y la sangre viviente de Cristo. No creo que éste fuera el propósito de Wagner.
En el segundo acto encontramos a Klingsor vestido con el mismo abrigo rojo con solapas altas que entrevimos en el primer acto entre los árboles. Una máscara demoníaca rodeada de fuego se proyecta en el fondo, simulando la magia del malvado encantador. Cuando Kundry aparece, el mago se acerca y le ciñe una larga cadena al collar de cuero que lleva en el cuello, en un ejercicio de dominación sadística alejado de mi gusto personal. Kundry desaparece para hacer su cometido y el collar cuelga roto en la cadena.
La siguiente escena presenta una columnata árabe con sus dobles arcos de ladrillo que parecen los de la mezquita, ahora catedral, de Córdoba. Unos velos sinuosos flotan iluminados en rosa entre las columnas, ocultando a medias las formas de las muchachas encantadas de Klingsor. Éstas van enfundadas en un ceñido vestido negro que, en algunos casos, dejan ver unos senos de formas dispares hechos de metal ―¿son mujeres, pero no verdaderas?―. Parsifal entra vestido de cruzado, con armadura gris, espada y escudo largo. La seducción de Kundry se escenifica en el proscenio, casi al borde mismo del escenario. Cuando ésta habla de su encuentro con Jesucristo, en el fondo se proyectan unas llamas azuladas entre las que se asoma lo que en efecto me pareció el rostro del actor James Caviezel en la controvertida película de Mel Gibson The Passion of the Christ. Tras la negación de Parsifal a caer en las tentaciones del amor falso que le ofrece Kundry, Klingsor reaparece como una sombra tras el telón del foro ―la columnata ha desaparecido a mitad de las escena, y ahora se proyecta también la máscara demoníaca―, y arroja la lanza. Un tramoyista le da a Parsifal, con poca discreción, una lanza parecida y el acto concluye.
Ya en el tercero la estética ha cambiado completamente, situando la acción en un parque de Nueva York en los años treinta o cuarenta ―proyección de rascacielos en el fondo―. Gurnemanz, convertido en un vagabundo, aparece dormido en un banco del parque cubierto por una sábana de papel blanco. Kundry duerme tras unos matojos cubiertos de escarcha, y, cuando Gurnemanz la despierta de su sueño, aparece vestida enteramente de blanco, con peluca del mismo color, aparentemente escarchada como los matojos. Una reja separa el proscenio donde se encuentran Gurnemanz y Kundry del resto del parque, en el que pasean algunos transeúntes. Parsifal se acerca desde el foro, ataviado con la misma armadura de cruzado, esta vez manchada de barro. De él se apartan con perplejidad los paseantes, y Kundry le abre la reja. Tras plantar la lanza y ser reconocido, Gurnemanz indica a Kundry: “La propia fuente sagrada / refresque a nuestro peregrino” (4). Kundry se acerca con un vaso de plástico a una boca de riego de color verde… ¡la fuente sagrada! Tras la transformación se nos ofrece a la vista ―y, desgraciadamente, al oído― la escena más horrenda de la producción: los caballeros, transmutados en gamberros con crestas punk vestidos de cuero, entran haciendo ruido con sus cadenas y sus bates de béisbol, y se disponen sobre unas gradas de metal que ocupan todo el escenario. Los caballeros del Grial en su decadencia, parece decirnos Eichinger, son una élite de desplazados sociales al margen ―la reja de la escena anterior― del común de los mortales. Al fondo, la ciudad aparece cubierta por el fuego. Amfortas entra tras el cadáver de su padre ―una figuranta delgaducha atada con vendas―, y durante todo su monólogo los condenados gamberros no cesan el estrépito de cadenas. Parsifal entra por la cumbre del graderío, canta lo propio, aparece Kundry vestida de paisano con el pelo al viento ―la larga melena pelirroja de Schuster―, se cogen de la mano, y se acaba la función sin redenciones ni palomas ni nada. Una imagen de la Tierra desde el espacio va creciendo desde el foro hasta cubrir todo la escena: el Grial es esa Tierra que el ser humano castiga y pisotea sin respeto. Depués de todo debía de ser un Parsifal ecologista.
¿Qué problemas plantea esta producción? Bien, aparte de la horrenda y acústicamente molesta escena final, el empleo de proyecciones, pese a tener momentos de enorme efectismo, tiende a redundar en los mismos lugares comunes. Vemos una y otra vez las mismas estrellas en el foro, y los cambios de escena en los dos actos conclusivos se saldan con el mismo viaje en el interior de un agujero de gusano (5). La mezcla de tiempos y espacios en un batiburrillo poco ordenado es estéticamente discutible, y se queda en mero propósito: la decadencia de la orden del Grial y, por ende, de la Humanidad misma, narrada a través del viaje espiritual del ser humano, que culmina con la visión de la Tierra benéfica ―femenina, como el Grial―, se queda como mensaje balbuceado torpemente con un espectáculo de luz y color que poco tiene que ver con Parsifal, y, que en el mejor de los casos ―punks aparte―, no molesta a la vista. Comprendo el fracaso de esta producción en Alemania, donde quizá debieran estar ya acostumbrados a estos y otros peores excesos.
En definitiva, un Parsifal que musicalmente rayó en lo excelso, con un reparto de campanillas y una inspiradísima lección de dirección musical, que, aunque no pasará a la historia escénica de la obra en virtud de tan inconexa producción, sí perdurará en la memoria musical de los afortunados que estábamos en Sevilla, y, por supuesto, en los anales de la floreciente vida musical de la capital de Andalucía. Si estas cosas no costaran tantísimo dinero, no tendría reparo alguno en decir aquello de “¡que se repita!”.
(1) A saber: en 2000, Tristán e Isolda y Don Giovanni; en 2001, Los maestros cantores y Fidelio; en 2002, Tannhäuser y Elektra; en 2003, El holandés errante. Barenboim anunció que encontraba al público madrileño maduro para afrontar una obra tan compleja como el Moisés y Arón de Schönberg, y que eso sería lo que traería en 2004. La nueva presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, decidió que los gastos de financiación del evento, combinado con la impopularidad de esa obra (que sigue vergonzosamente sin ser estrenada en Madrid), desaconsejaban un compromiso con Barenboim. Lo malo del asunto es que luego esa misma presidenta gasta cantidades desorbitadas en otras muchas cosas que no valen la pena (o no le valen la pena a nadie más que a ella, a sus correligionarios y a sus intereses personales; y, como decía Cervantes, no digo más).
(2) En el Festival de Granada programaron tres conciertos en el patio del Palacio de Carlos V en la Alhambra, concluyendo con una Novena de Beethoven que repitieron en Madrid, de nuevo al aire libre, en la Plaza Mayor, días más tarde ―si bien con un reparto solista inferior―. Barenboim, tras terminar sus compromisos españoles con su compañía berlinesa, continúa el periplo de verano con una gira con su West-Eastern Divan que visita varios puntos de España y concluye en lo que será un significativo concierto en Ramala, en el seno del territorio de la Autoridad Nacional Palestina, para el que el Gobierno español ―raramente acertado― ha cursado pasaportes diplomáticos en favor de todos los músicos.
(3) Me viene a la mente la extraordinaria producción de Mario Gas en el Festival de Teatro Clásico de Mérida de La Orestíada de Esquilo, única trilogía completa conservada del teatro de la antigua Grecia, en la que el encadenamiento de venganzas y asesinatos ―todos ellos justificados por sus perpetradores― no culmina con el asesinato de Clitemnestra a manos de su hijo Orestes, sino que, en la visión de Gas, continúa y entronca ―en lo que yo llamaría “genealogía de la guerra”― con los continuos derramamientos de sangre que arrastra nuestro propio mundo, aparentemente sin remedio posible.
(4) La versión castellana del poema que se ofrece en el libro-programa de La Maestranza, y que se proyectó en los sobretítulos, es la excelente y ya canónica de Ángel Fernando Mayo. En el libro se reproduce su también magistral artículo sobre Parsifal titulado “Redención al redentor”, publicado por primera vez por el Teatro Real de Madrid en la temporada 2000/2001.
(5) Un “agujero de gusano”, wormhole en su nombre anglosajón, es lo que en Física se denomina “Puente de Einstein-Rosen”, una abstracción matemático-teórica que desarrollaron Albert Einstein y su colega Nathan Rosen a finales de los años treinta a partir de las predicciones de la Relatividad General, y que supone la posibilidad de conectar dos regiones distantes del Universo ―o, de hecho, dos universos distintos― mediante la comunicación entre un agujero negro ―que absorbe toda la materia a su alrededor― y un agujero blanco ―que hace lo contrario, expulsar materia―. Su existencia, naturalmente, no ha sido probada, aunque la ciencia-ficción ha explotado sus evidentes posibilidades dramáticas. Por ejemplo, la actriz Jodie Foster, en su papel de la doctora Arroway en la película Contact, basada en la novela del astrónomo Carl Sagan, viajaba a través de esos túneles de un lado a otro de la galaxia en una máquina diseñada por inteligencias extraterrestres para contactar con otras civilizaciones. De nuevo, más referencias cinematográficas en este Parsifal.
© José Alberto Pérez
Agosto 2005 |