Número 276 - Zaragoza - Diciembre 2023
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POSTOPERATORIO: eL ANILLO EN BAYREUTH

FALSO Y COBARDE ES LO QUE ALLÍ ARRIBA SE ALEGRA

Decir que tenía gran expectación por este Anillo no sería mentir, pero sí mostrar una flema más que británica. Llevaba añorándolo desde que el año 2002 supe por D. Ángel Mayo que Thielemann dirigiría la Tetralogía en Bayreuth en la producción que se estrenaría en el 2006. Aquel verano de 2002 fue el último que fui a Bayreuth y tuve la suerte de asistir a dos obras que dirigía el berlinés: Tannhäuser y Maestros cantores. Las impresiones que me causaron ya las he relatado en esta web.

Con ese bagaje, quería ver lo que Thielemann era capaz de hacer en el Anillo. Ya había podido escuchar parte de él por la radio, pero también sé por experiencia que lo que se escucha en la radio tiene poco que ver con lo que se escucha en el Festspielhaus. La acústica aterciopelada del teatro de Wagner no tiene nada que ver con lo que captan los micrófonos de Radio Baviera.

Esta es una producción con la que había que ser cauteloso, al menos en lo escénico. El dramaturgo Tankred Dorst tuvo que hacerse cargo de la producción tras la “espantada” de Lars von Trier y apenas le quedó tiempo para prepararlo bien. Sin embargo, 2008 marcaba el tercer año de dicha producción, que es el tiempo que se dice que tarda una producción en madurar en Bayreuth. Por ello, se supone que lo que íbamos a ver ya era la escenificación deseada por el Sr. Dorst.

Puesto que mi amigo José Alberto Pérez ya publicó en esta página un comentario sobre el Anillo de Bayreuth del año pasado, intentaré hacer un análisis complementario, abundando más en detalles concretos en los que baso mi opinión.

En lo musical

Puedo decir desde el principio que lo más sobresaliente fue sin duda el director Christian Thielemann, junto con una orquesta y unos coros fantásticos. Pese a que el berlinés siempre empezaba cada representación un poco frío (pero con precisión, empaste, color y estilo), tardaba poco en entrar en calor y en comunicar esa calidez al público. Las cualidades que adornan a Thielemann como director wagneriano son numerosas. En precisión rítmica se puede codear con el mejor Solti, por ejemplo, en el interludio conocido como “Descenso a Nibelheim”, donde la cuerda tocaba el motivo de los nibelungos como si fuera un solo instrumentista. La “entrada de los dioses en el Walhall” es sencillamente la mejor que he oído nunca y el elogio se lo hago a Thielemann porque el director tiene aquí un papel primordial: la melodía está en las tubas wagnerianas, los fagots, el clarinete bajo, los chelos, el contrabajo, la trompeta baja, el trombón contrabajo y la tuba contrabajo, que tienen que competir en peso y brillo contra el resto de la orquesta. La mayoría de los directores no consigue evitar que las trompetas y trombones –que marcan el ritmo– ahoguen la melodía; pero Thielemann lo logró, y al mismo tiempo hizo que los violines destacaran por encima de las trompetas, con una claridad cristalina. Algunos dirán que son cosas del foso de Bayreuth, pero yo ya escuché otro Anillo en Bayreuth y Sinopoli no logró el milagro.

Hubo un detalle que no me gustó. Curiosamente, se trató de una “Knappertsbuschada”: un enorme ritardando antes de la tercer exposición del tema de las walkyrias (durante la archiconocida “Cabalgata”), que luego siguió a un tempo muy lento. Sin embargo, fue lo único que no me convenció en esa Walkyria: el resto de la dirección de Thielemann fue –con la excepción del habitual principio “frío”– antológica. Los “Adioses de Wotan” fueron fabulosos, no sólo por el director, sino también por un Wotan que se superó a sí mismo y una escena que por fin encajaba. Pero de esto hablaremos más tarde.

Sin embargo, otro ritardando al que sí encontré sentido cuando vi esta producción en vivo (nunca lo entendí cuando lo vi por la radio) fue el que hace después de cada estrofa de la “canción de la fragua” en Sigfrido. Después de cada “Blase, Balg! Blase die Glut”, Thielemann retenía el tempo y esas notas descendentes que son la base de dicha canción sonaban mucho más solemnes, rompiendo el ritmo y cambiando el carácter de la pieza. ¿Por qué entonces tenía sentido? Porque, desde el punto de vista dramático, Siegfried necesita ese tiempo: para buscar más leña, para expresar con gestos su alegría por estar forjando la espada o incluso para que el salvaje niño pueda pensar el verso siguiente de su canción; desde el punto de vista musical, además, tiene la ventaja de que, al alterar el ritmo, esta pieza nos deja de sonar a los españoles como un “pasodoble wagneriano”. Reconozcámoslo: si se toca a un tempo ligero constante y sin legato, más que en una fragua, nos parece estar en una plaza de toros. Con Thielemann, no es el caso. En el Ocaso de los dioses brilló también especialmente en la Marcha Fúnebre (matizada hasta el más mínimo detalle y en la que incluso durante el clímax se oía el ritmo de las violas) y en el final orquestal, donde el tema de la Redención por el amor sonó con una belleza exquisita y  con una respiración digna del gran Kna.

Por último, quisiera destacar algunas “Thielemannadas”, es decir, marcas de fábrica de este director con una impronta musical tan acusada. Las defino así porque se las he visto hacer en todas las representaciones en vivo que le he visto. Por ejemplo, en sus Maestros Cantores, al final, de la obra el coro siempre alarga la última nota (“Sachs”) hasta que los violines terminan sus escalas descendentes (es decir, en vez de un compás, la alarga cuatro compases), para que el coro termine a la vez que los violines marcan con varios acordes el final de la obra; eso es un “apaño” de Thielemann que –en mi opinión– queda bien. En La walkyria Thielemann ha hecho una modificación parecida en los “Adioses de Wotan”: la última nota que canta el padre de los dioses (“nie”) se alarga dos compases (cuando en la partitura sólo dura uno), para enlazar la melodía cantada con la repetición que hacen los metales de esa melodía (que es en realidad el motivo de Siegfried). Resulta divertido constatar que un director que tiene fama de “guardián de la tradición alemana” se permite estas libertades, que siempre se han asociado a la ópera italiana.

También en Maestros Cantores Thielemann introdujo una novedad a la hora de tocar el motivo del rey David: los metales no atacaban en forte, como está escrito, sino en mezzoforte y luego iban creciendo hasta llegar al final de este motivo. En El ocaso de los dioses, hace algo parecido en la Marcha Fúnebre: en el clímax de la pieza, justo después del motivo de la espada en las trompetas, se expone el motivo del asesinato en Do mayor, que consta de cuatro notas breves y un acorde sostenido; pues bien, el acorde sostenido, en vez de ser atacado directamente en fortissimo, Thielemann pide ahí a los metales empezar en mezzoforte y  crecer inmediatamente; el efecto es fantástico, porque permite oír todos los arpegios de los violines que, de otro modo, apenas se perciben.

De la orquesta sólo puedo decir que hicieron posible el milagro de Thielemann. No se me ocurre mejor elogio. El coro es, sencillamente, el mejor del mundo.

En cuanto a los cantantes, los que más destacaron fueron Albert Dohmen (Wotan, Viandante),  Hans-Peter König (Fafner, Hagen), Christa Mayer (Erda, Waltraute Ocaso) y Eva-Maria Westbroek (Sieglinde). Dohmen se dejó la piel en unos “Adioses” casi a la altura de los históricos y que marcaron el punto culminante de este Anillo en lo dramático-musical; su Wotan delinea bien el paso del dios arrogante del prólogo al testigo impasible de la segunda jornada. Hans-Peter König tiene una rotunda voz de bajo que le permite sortear con holgura las dificultades de sus tres papeles; nos deleitó con un cínico Fafner y un frío y calculador Hagen. Christa Mayer ya destacó por su exquisita musicalidad en una parte que otros intérpretes cantan como si fuera un suplicio: su Erda previniendo a Wotan fue un prodigio de legato y de reguladores; en el tercer acto de la segunda jornada, nos proporcionó junto a Dohmen la otra cima dramático-musical de este Anillo. Su Waltraute en el dúo con Brünnhilde en la última jornada fue impecable, aunque no alcanzara el grado de excelencia de su Erda. Por fin, Eva-Maria Westbroek fue una fantástica Sieglinde, con una voz bella y bien timbrada de lírico-dramática, una seguridad asombrosa y una garra dramática que rivaliza con la de Waltraud Meier; por si esto fuera poco, actúa muy bien, tiene cierto atractivo físico y es muy convincente en escena.

Sin llegar a la excelencia, me sorprendieron por su calidad Kwangchul Youn (Fasolt, Hunding) y Gerhard Siegel (Mime). Gerhard Siegel ha demostrado que Ángel Mayo estaba en lo cierto cuando lo proponía como el futuro Mime; su interpretación fue estupenda en lo vocal y en lo interpretativo. En cuanto a Kwangchul Youn, no tenía buen recuerdo de él por su decepcionante Landgrave en el Tannhäuser bayreuthiano de 2002, donde su voz resultó corta en extensión (un Fa grave horrible) y en expresión. Sin embargo, esta vez ha resultado un Fasolt muy notable, que no desmerecía al lado del estupendo Hans-Peter König, y un Hunding convincente en lo vocal.

Cumplieron bien con sus papeles: Clemens Bieber (Froh), Michelle Breedt (Fricka), Arnold Bezuyen (Loge), Edith Haller (Freia, Gutrune), Andrew Shore (Alberich), Robin Johannsen (pájaro del bosque), y las ocho walkyrias (quienes lograron cantar –mimadas por Thielemann– sin gritar sus ingratas partes).

Estuvieron por debajo del nivel que se exige en Bayreuth: las tres nornas carentes de garra (que protagonizaron la escena más decepcionante de toda la producción), las ondinas (cuya Woglinde jamás supo dar un Do5 sin desafinar), Ralf Lukas (Donner, Gunther) de maneras canoras muy toscas, y sobre todo un Endrik Wottrich de voz engolada difícil de soportar, en un Siegmund incapaz de expresiones líricas (1).
El avispado lector habrá notado que aún no he hablado de Linda Watson (Brünnhilde) y Stephen Gould (Siegfried). Son casos aparte: ambos cantantes tienen voces grandes, pero con ciertos defectos que no los hacen ideales para sus papeles. Stephen Gould tiene una potente voz de tenor lírico-spinto, pero si sus graves son comprometidos, sus agudos sencillamente los coloca de otra forma a partir del La4, hasta el punto de que en la “canción de la fragua”, para preparar el La4 del “hoho” (antes del “Blase, Balg!”) se ve obligado a hacer una brevísima pausa y el agudo le sale timbrado de otra forma, como si se lo tragara, en vez de proyectarlo. En cuanto a los Do5, mejor será correr un tupido velo. No obstante, la voz le aguanta todo el esfuerzo de su extenuante parte y sin mostrar cansancio. En escena interactuó muy bien con Linda Watson (los dos son gruesos, de modo que parecían realmente hechos el uno para el otro) y se movía bien para alguien de su tamaño. Por eso, su esforzada actuación acabó por ganarse nuestro aprecio: Melchior y Windgassen ya murieron, y esto es lo que queda. Se dejó la piel en el intento y, dentro de las limitaciones de su instrumento, intentó cantar y no gritar (como han hecho otros intérpretes recientes de este papel).

Por su parte, Linda Watson es una Brünnhilde matronil con un centro bien desarrollado, graves suficientes y agudos apurados. Pese a estas limitaciones, tuvo detalles espectaculares en el legato de algunas frases y tenía una musicalidad notable cuando su voz no estaba cansada. Sin embargo, cuando llegó a su escena de la inmolación, los agudos salían forzados y nos hacían escucharla con temor; no obstante, echó el resto y su entrega nos hizo decantarnos a su favor. Además, hubo otro factor que puso al público de parte de la soprano.

Nos llegaron rumores que decían lo siguiente: el año pasado Thielemann menospreció públicamente a la Watson durante los ensayos y por este motivo la soprano decidió no volver a Bayreuth este año. Sin embargo, su sustituta era tal desastre que la joven Katharina Wagner previó un desastre al escucharla en los ensayos y se negó a aceptarla. Se puso en contacto con la Watson y le pidió que volviera. La soprano americana puso una condición: al igual que Thielemann la había menospreciado públicamente, también le debía pedir disculpas públicamente. Thielemann cumplió su parte y todo acabó bien.

Al final del Ocaso, hubo un grupo de unas 100 personas que nos quedamos aplaudiendo incluso después de que bajaran el telón de acero. De esta forma, obligamos a los artistas a salir a saludar varias veces frente a una sala que se veía casi vacía, pero con fieles admiradores. ¿O quizá no sólo fieles admiradores? Lo cierto es que cuando Thielemann salió a saludar acompañado solamente de Linda Watson, aquello fue el delirio. La segunda vez que salieron los dos solos, Thielemann hizo explícito el gesto de reconciliación, dándole un beso en la mejilla. ¿Habría gente pendiente del morbo de esa situación, sabiendo todo lo que había detrás?

Es posible. Me extrañó que durante las representaciones Linda Watson siempre se llevó más ovaciones que Albert Dohmen, quien en mi opinión, mereció una respuesta más favorable del público. ¿Fue quizá la reacción del público a ese rumor? La historia me resultó un poco chocante, porque en las dos ocasiones que he podido charlar con Thielemann, me ha parecido un señor agradable y espontáneo. Sin embargo, las anécdotas que me cuentan sobre él me hablan de un genio que ha caído presa de un divismo casi insoportable. Thielemann hará bien en moldear su personalidad para evitar esos excesos. Hoy en día la imagen que uno proyecta es tan importante como las cualidades que uno tiene.

El mes que viene analizaremos la parte escénica de este Anillo.

 

Germán Rodríguez

(1) A la implícita acusación de nepotismo que hacía mi amigo José Alberto Pérez en su artículo del año pasado quisiera añadir un detalle. Es ciertamente sospechoso lo rápido que ha medrado Wottrich en Bayreuth desde que se convirtió en el “yernísimo”, pero al menos ha habido otro tenor que pasó en poco tiempo de cantar David a cantar nada menos que Siegmund, Tristan y ¡Tannhäuser!: Hermin Esser. Véase la base de datos de Bayreuth de Wagnermanía para más información.

Octubre 2008